“Recordamos al pueblo alemán que nuestro deporte está construido
sobre el odio… Los nacionalsocialistas no consideramos que sea positivo
para nuestro pueblo permitir que los judíos viajen por nuestro país
y compitan con nuestros mejores atletas”
Dirección de Deportes de las SS, Berlín, enero de 1936
“Hace algún tiempo uno de los Estados del sur adoptó un nuevo método
de pena capital. El gas venenoso suplantó a la horca. En sus primeras etapas
se instalaba un micrófono en el interior de la hermética cámara de muerte
para que los observadores científicos pudieran escuchar las palabras
del preso que agonizaba… La primera víctima fue un joven negro.
En cuanto la píldora cayó en el recipiente y el gas salió en volutas hacia
lo alto, por el micrófono llegaron estas palabras: ‘Sálvame, Joe Louis. Sálvame, Joe Louis’”.
Martin Luther King Jr.
Por Alejandro Guerrero (@guerrerodelPO)
Max Sigfried Adolf Otto Schmeling tenía el tipo físico ideal para representar el papel, que él aceptó, de ejemplar sublime de la raza aria: alto, rubio, atlético, boxeador de peso pesado. Nacido en Klein Lucklow el 18 de setiembre de 1905, peleaba desde 1924. Después de 1933 fue un prototipo del partido nazi.
Schmeling no boxeaba mal. Frío, calculador, su cabeza estaba formada en la disciplina táctica del militar prusiano. No subía al ring sin un plan cuidadoso, sin un registro de los puntos débiles del adversario. Luego, trabajaba con paciencia en busca del blanco propicio. Además, la potencia de su derecha, que disparaba en directo con precisión y velocidad, era cosa de respetar.
Cuando llegó a los Estados Unidos, en 1928, tenía 26 triunfos, tres empates y cuatro derrotas —tres de ellas por nocaut— frente a rivales más o menos desconocidos. Ya en Nueva York logró cuatro victorias que lo pusieron en el candelero grande: noqueó a Joe Santa, le ganó por puntos a Joe Sekyra y por nocaut a Johnny Risko. Eso le alcanzó, en un medio decadente, para tener la posibilidad de pelear por el campeonato mundial contra Jack Sharkey.
El título estaba vacante desde el retiro de Genne Tunney, y la mediocridad general hacía difícil organizar un torneo de selección más o menos atractivo. Por eso, les vino bien a los promotores la llegada de ese mastodonte alemán.
La pelea se hizo en el Yankee Stadium el 12 de junio de 1930. Fue un combate extraño. En el cuarto round Sharkey ya ganaba por paliza, cuando, tras un intercambio de golpes intrascendente, Schmeling se tiró al piso y empezó a revolcarse. Gritaba que había recibido un golpe bajo. Sharkey lo miraba asombrado.
La confusión empeoró cuando sonó la campana y entraron en el ring los segundos de los boxeadores. El árbitro, James Crowley, consultó a los jurados, hizo que un médico revisara a Schmeling y, minutos después, anunció que había ganado el alemán por descalificación. Era la primera vez que una pelea por el campeonato del mundo de los pesados terminaba con una decisión de ese tipo. No resultaba raro en una época de campeones casi grotescos, como el italiano Primo Carnera, o mediocres como estos dos que habían peleado en el Yankee Stadium. La Gran Depresión se sentía con fuerza también en el boxeo.
A principios del año siguiente, Schmeling perdió el título casi como lo había ganado. Se negó a darle la revancha a Sharkey y, después de varias intimaciones, le quitaron el campeonato en un escritorio. Finalmente, Schmeling y Sharkey volvieron a pelear —otra vez el título estaba vacante— el 21 de junio de 1932: esta vez ganó Sharkey por puntos.
Después de aquella derrota, Schmeling siguió su campaña norteamericana con suerte diversa. Noqueó a Mickey Walker, un mediano engordado que se había puesto a pelear entre pesados, y fue noqueado (¡vergüenza para la raza aria!) por Max Baer… un judío.
De todos modos, Schmeling volvería a dar que hablar, y mucho, en 1936.
Entretanto, el público bostezaba. La decadencia podía verse en números, que combinaban la crisis de 1929/30 con la mediocridad general de los pugilistas de la época. De los casi 2,7 millones de dólares que dejó en boleterías la revancha entre Jack Dempsey y Gene Tunney el 22 de setiembre de 1927, se había caído a los poco menos de 100 mil dólares recaudados el 29 de junio de 1933 por Sharkey y Primo Carnera.
En ese panorama irrumpió, de pronto, Joseph Louis Barrows, a quien el mundo llamó Joe Louis, tal vez el mejor peso pesado de todos los tiempos.
Louis había nacido el 13 de mayo de 1914 en Lexington, Alabama. Era negro, mestizado con indios cherokees. Obviamente pobre, pobrísimo, y por añadidura sureño. Mala combinación.
El padre, Munroe Barrows, era aparcero en plantaciones de algodón, y su trabajo en la infamia del algodonal no alcanzaba a evitar el hambre. Una mala tarde, el negro aquel alzó sus petates y se fue no se sabe a dónde. Sí se supo que años después murió en un manicomio.
No es sitio el algodonal para que una mujer esté sola. Ido su marido, la madre de Joseph se unió con otro hombre, Pat Brooks, y con sus ocho hijos y los cinco de su nuevo marido marchó con él a Detroit. Allí, Pat había conseguido trabajo en la Ford. Aquel Detroit industrial no se parecía a la ciudad casi abandonada que es hoy, derruida por otra crisis peor que aquella.
Joseph era retraído y un tanto torpe. No habló hasta que hubo cumplido seis años, pero trabajó desde niño cual corresponde a un negro pobre. Fue peón de limpieza, repartidor de hielo y muchas cosas más. En sus ratos libres se dedicaba al mayor de sus placeres: dormir, perderse en el sueño para que transcurriera el tiempo. También boxeaba en un club destartalado de su barrio, un barrio de obreros negros.
Un día, cuando Joseph ya era un muchachón fornido, lo vio practicar John Roxborough, otro negro ya viejo que también vivía apretado por la escasez de monedas. El viejo John sabía de boxeo y de boxeadores, aunque nunca lo había acompañado la suerte. Hasta que vio al muchacho aquel en ese sótano sucio de boxing club. Ese día todo empezó a cambiar para ambos.
—¿Cómo te llamas?, preguntó John cuando ya habían resuelto trabajar juntos.
—Joseph Louis Barrows, contestó el muchacho a media voz.
—Tu nombre es más que largo, no te sirve para boxear. Desde hoy te llamarás solamente Joe Louis.
El 4 de julio de 1934, en el día de la independencia blanca, Joe Louis hizo su primera pelea profesional. Hasta entonces había combatido 54 veces entre aficionados, con 50 victorias (43 por fuera de combate) y cuatro derrotas. Su primer adversario profesional fue Jack Kracken, a quien noqueó en menos de dos minutos. La bolsa de Louis: 52 dólares. Cuando terminó el año, Joe había peleado doce veces y siempre había ganado, dos por puntos y las otras diez por nocaut. Los diarios empezaban a hablar de él.
A esa altura de las cosas, Roxborough se había asociado para conducir a Louis con Julian Black, ducho en el manejo comercial de boxeadores.
Rápidamente, uno y otro advirtieron que tenían oro en polvo entre las manos, y decidieron pedir a Jack Blackburn que se hiciera cargo de la dirección técnica del muchacho. Blackburn, ya retirado y hasta asqueado del mundillo pugilístico, no quiso saber nada:
—Si el muchacho es bueno, y no permite que lo derriben, tardará en conseguir peleas… y si se deja poner nocaut, le dirán acomodaticio y sinvergüenza.
Después de muchos esfuerzos, Roxborough y Black pudieron convencer a Blackburn para que, por lo menos, aceptara ver a Louis y tomarle una prueba ligera. Tal vez para que no lo molestaran más, el hombre aceptó. Después de ver durante algunos minutos el trabajo de ring de aquel veinteañero, se transformó en su entrenador y recuperó su entusiasmo por el boxeo:
—Será un campeón formidable, dijo.
Desde ese día, el trabajo de Blackburn con Joe Louis fue paciente e intenso. Tardes enteras pasaba el entrenador en sesiones privadas con aquel joven. Corregía errores, mejoraba movimientos, cambiaba conceptos, construía poco a poco una de las máquinas de pelea más formidable que haya pisado un ring. En 1935, cuando Louis hizo su estreno en Nueva York, el rapidísimo empresario Mike Jacobs ya tenía un contrato que le aseguraba la parte del león a la hora de repartir las ganancias de aquel a quien los periodistas ya le habían dado un apodo: el Bombardero de Detroit.
En esa primera pelea neoyorquina Louis tuvo enfrente a Primo Carnera. Literalmente lo destruyó. Cuando cayó noqueado en el sexto round, el rostro de aquel italiano protegido de Al Capone era una masa sanguinolenta. Casi enseguida, después de noquear en el primero a King Levinsky, Louis peleó en el Yankee Stadium con Max Baer y le ganó por nocaut en el cuarto. Esa noche se recaudaron 1.000.832 dólares. Había vuelto el boxeo grande.
En enero de 1936, después de noquear en el primer round a Charley Retzlaff, Louis ya parecía una tromba indetenible. ¿Se convertiría en el segundo negro campeón del mundo, en el sucesor de la leyenda de Jack Johnson? La Norteamérica blanca se propuso impedirlo. Otra leyenda, Jack Dempsey, tomó en sus manos esa tarea. “Usted puede propalar la noticia de que estoy empeñado en encontrar una esperanza blanca. En alguna parte del mundo tiene que haber un boxeador de raza blanca capaz de vencer a Louis. Mi misión es encontrarlo”, declaró.
Y encontró a Max Schmeling.
En esos días, Schmeling había peleado con un tal Hamas. Su promotor, el norteamericano Joe Jacobs, subió con él al ring e hizo el saludo nazi. Tuvo un inconveniente: al estirar el brazo se le cayó el cigarro que sostenía entre los dedos y se quemó. La risotada del público fue estentórea.
En enero de 1936 se anunció que Schmeling y Louis pelearían una eliminatoria. El vencedor enfrentaría al campeón mundial, James Braddock. Estarían cara a cara, sobre un ring, un ario “puro” y un mestizo indonegro. Sin demasiado disimulo, así fue presentado el combate.
Al recibirse la noticia, Berlín vivió una explosión pugilística del único modo en que las cosas se vivían en la Alemania de aquellos días. Los diarios, que desde entonces le dedicaron páginas enteras al asunto, multiplicaron sus juramentos sobre la superioridad aria, y expusieron detalladamente los argumentos “científicos” que demostraban las deficiencias biológicas de los negros; ellos, junto con indios, gitanos y judíos, ocupaban los últimos peldaños de la escala humana (casi quedaban fuera de la humanidad).
Cuando la fecha del combate estuvo próxima, Alemania casi no habló de otra cosa y el vapor Bremen zarpó con centenares de alemanes que ponían rumbo a Nueva York con sus banderas y sus esvásticas, para ver la victoria de la raza.
Louis, mientras tanto, solo parecía preocupado por recorrer los hoyos de un campo de golf en menos de cien golpes y, como Jack Johnson, por sus clases de armónica.
Mike Jacobs estaba feliz por el regreso de las recaudaciones millonarias. En Buenos Aires, el periodista Sparrow Mac Gann escribía en el diario La Prensa: “…el boxeo está recuperando su posición perdida en los Estados Unidos gracias a la aparición del sensacional negro Joe Louis”.
Schmeling y Louis terminaron sus entrenamientos el 16 de junio, dos días antes de la pelea. Los norteamericanos desconfiaron de la superioridad aria a la hora de las apuestas, que cerraron 5 a 1 en favor de Louis. Nadie pensaba que Schmeling pudiera soportar de pie más de cuatro rounds. Mejor dicho, casi nadie…
Robb, entrenador de Braddock, advertió que la pelea se le haría difícil a Louis porque Schmeling había mejorado notablemente su técnica, lo cual daba más peligrosidad a su gancho de derecha. El boxeador alemán, decía Robb, manejaba ahora con excelencia sus nociones de tiempo y de distancia; además, doblaba en experiencia a Louis, un profesional todavía novísimo.
Jack Johnson —hasta el momento era el primer y único negro que había logrado el campeonato mundial pesado— preveía la victoria de Schmeling. La Prensa, en Buenos Aires, reproducía sus declaraciones: “Joe Louis jamás pega siguiendo la dirección de su pie izquierdo. No está bien aplomado cuando castiga. El hombre que pueda desplazarse hacia la izquierda, a distancia de Louis, es el que podrá golpearlo bien. Creo que ese hombre es Schmeling…”
Louis no decía nada. Dormilón y glotón, le había costado mucho bajar sus kilos de más. Cuando subió al ring del Yankee Stadium, hacía seis meses que no peleaba.
Hasta el día anterior, un grupo de judíos norteamericanos había hecho circular una carta-cadena. En ella pedía al público que no fuera a ver la pelea, en señal de repudio a las persecuciones en Alemania. “¿Por qué vamos a dejar que los alemanes se lleven nuestro dinero? Escuchemos por radiotelefonía cómo Louis pone knock-out al nazi”, decía la nota.
No hubo caso: 60 mil personas fueron al estadio y se recaudaron 1,6 millón de dólares.
La pelea fue sorprendente. Durante las tres primeras vueltas dominó Louis, aunque Schmeling mostraba buena coordinación e insinuaba la peligrosidad de sus cross y ganchos de derecha. “Louis tiene una falla”, había dicho Schmeling ¿Cuál era? Estaba a la vista del observador atento: los mandobles de izquierda del magnífico negro no volvían, después de la descarga, a su posición original, por lo cual le dejaban un claro a la derecha adversaria. Y la derecha, como se dijo, era la mano más peligrosa de Schmeling.
Se vio en el cuarto round.
Schmeling desenvolvía su plan de pelea, pero en esa cuarta vuelta estaba dos o tres puntos abajo y le crecía un hematoma alrededor del ojo derecho. Por entonces, Louis lanzó un directo de izquierda fallido. La derecha de Schmeling se cruzó por encima del golpe del rival y llegó, precisa, potente, al mentón de Louis. Los pasajeros del Bremen fueron un único grito y un revolear de esvásticas cuando vieron a Joe Louis con una rodilla en el piso.
“El Bombardero de Detroit” se levantó de inmediato, pero estaba mal. Desde ese momento, los 30 años de Schmeling le impusieron su experiencia a los 22 de Louis. En el 12° round, el “ario puro” golpeaba casi a voluntad, mientras sonreía burlón. Louis se derrumbó. Era el nocaut. Los alemanes festejaban como si hubieran ganado la primera batalla de la guerra.
Algo de eso había. El 26 de junio Schmeling llegó a Frankfort a bordo de dirigible Hindeburg. Desde allí fue trasladado a Berlín en un avión especial. En la capital del Reich, el gobierno y el partido nazi le habían preparado una recepción gigantesca. Hitler clamó que se estaba ante otra prueba de la superioridad aria, y prometió la victoria alemana en los Juegos Olímpicos que estaban a punto de comenzar justo allí, en Berlín.
Poco antes, el 8 de marzo de ese 1936, Hitler había gritado en el Reichstag: “¡Por todas partes ruge hoy el tronar de los cañones!”. El día anterior, Alemania había denunciado formalmente el tratado de Locarno, que en 1925 había declarado a la Renania “zona neutral y desmilitarizada”. Fue, como otros, un tratado de vencedores, de reparto de botín. La Renania había estado desde entonces bajo administración francesa. Aquel 8 de marzo, mientras Hitler bramaba en el Reichstag, 25 mil de sus soldados se desplegaban en la frontera renano-francesa y se acantonaban en diversas ciudades de la provincia. París ordenó la fortificación de la línea Maginot, que quedó erizada de artillería.
Después de su discurso, Hitler visitó la planta de la Volkswagen y fue recibido por la plana mayor de la empresa. Esas grandes compañías tenían mucho que agradecerle al nazismo: la industria de guerra empezaba a transformarlas en potencias multinacionales. Así, por la vía de la catástrofe, del incendio del mundo, la economía capitalista salía de la crisis de 1929/30.
Esa era, más o menos, la atmósfera internacional que encontró la primera pelea Louis-Schmeling, y la que encontraron los Juegos Olímpicos de Berlín. Pero la de los Juegos es otra historia.
Después de vencer a Louis, Schmeling firmó un contrato con el Madison Square Garden que lo comprometía a pelear a la brevedad, ahora por el título, con James Braddock. Ese contrato nunca se cumplió, porque obligaciones militares retuvieron a Schmeling en Alemania.
Por eso, los promotores no tuvieron más remedio que organizar la pelea Braddock-Louis. El combate se hizo en Chicago, el 22 de junio de 1937. Si en 1908, cuando el negro Jack Johnson ganó el campeonato mundial, hubo disturbios raciales por medio país, ahora la victoria de Louis no produjo conmoción: era un resultado demasiado previsto. De todos modos, nadie consideraría campeón del mundo a Louis mientras no se tomara revancha de Max Schmeling.
El momento llegó el 22 de junio de 1938, en el Yankee Stadium de Nueva York.
A mediados de junio de 1938 ni los más ingenuos pensaban que la paz podría sostenerse mucho tiempo más. El 1° de junio, Praga denunció quince violaciones de su espacio aéreo por aviones militares de Alemania, mientras el gobierno reforzaba las fronteras y se sucedían los incidentes armados. Los “sudetes”, o alemanes checos, eran una poderosa avanzada nazi.
El Reino Unido promulgaba una ley de servicio militar obligatorio en caso de guerra, y Francia elevaba a 2.600 el número de sus aviones de combate. En Bratislava, manifestaban eslovacos autonomistas; en Praga lo hacían los socialdemócratas, por la unidad nacional. En Egen, en un café, socialistas alemanes refugiados discuten con sudetes. Un sargento checo, sudete, le dispara un tiro en la pierna a uno de los socialistas alemanes. Aunque el herido era un refugiado antinazi, y el agresor un hitleriano, la prensa en Berlín promete represalias. “Algún día presentaremos la cuenta”, dice un titular del Nachtursgabe.
Joe Louis, indiferente a las cosas del mundo, se entrenaba en Pompton Lakes, Nueva Jersey. Schmeling había instalado campamento en Speculator, estado de Nueva York. Ambos quisieron prepararse lejos del lugar de la pelea, donde la tranquilidad es poca.
En la ciudad de Nueva York, el bund germano-americano despliega cruces gamadas y esvásticas, y marcha por las calles con el retrato de Schmeling. Grupos de izquierda los atacan, y a menudo hay represión policial. A tres semanas de la pelea, un amplio arco de organizaciones antinazis anunció su propósito de boicotearla.
El 4 de junio, los conductores de Louis anuncian que “el Bombardero” ha boxeado 18 rounds durante la última semana, y corrido 50 millas. Pesa 92,800 kilos, dos por encima de su peso ideal de combate, lo cual es excelente para un pesado cuando le faltan veinte días para pelear.
A todo esto, al equipo de preparadores de Louis se incorpora el ex campeón del mundo Gene Tunney. Lleva al campamento un objetivo preciso: enseñarle al pupilo de John Roxborough cómo protegerse de las derechas adversarias. Louis completa su entrenamiento con sesiones vespertinas de remo en un lago próximo, y es visitado a menudo por su amigo Henry Armstrong y por su ex rival James Braddock.
Schmeling tiene un inconveniente: quiere que, otra vez, esté Joe Jacobs en su rincón. No se puede, porque Jacobs, además de no haber aprendido a hacer el saludo nazi sin quemarse los dedos con el cigarro, estaba inhabilitado por preparar tongos con otro de sus pupilos: Tony “Dos Toneladas” Galento, un pesado que trabajaba para el gangster Frank Costello. Schmeling tenía una deuda de gratitud con Jacobs, quien había “convencido” de distintos modos al árbitro Crowley de que Sharkey le había dado un golpe prohibido. Enterado del inconveniente, Schmeling fue a pedir por Jacobs al presidente de la Comisión Atlética de Nueva York, John Phelan. Aseguró que, de no ser escuchado, no pararía hasta llegar al despacho del gobernador del Estado, Herbert Lehman (en un caso así, hasta un gobernador judío le venía bien a un ario de pura cepa).
Una semana antes de la pelea ya se habían vendido entradas por 470 mil dólares, y todo indicaba que la recaudación superaría largamente el millón.
Schmeling tenía 32 años y estaba casado con la actriz Annie Ondra. Era, además, un hombre rico, favorito del régimen nazi y halagado por las muchedumbres alemanas. Tenía un campo extenso en Baviera y un piso lujoso en Berlín.
El 20 de junio, un cable de Associated Press publicado en Buenos Aires decía:
“El autor de esta crónica no olvidará la noche, hace dos años, en que Schmeling, al regresar triunfante de los Estados Unidos después de haber puesto knock-out a Joe Louis, apareció en Berlín, en el estreno de la película del match. Cuanto hay de representativo en Alemania se encontraba aquella noche en el Titiana Palast, que era donde se pasaba el film. La multitud, llena de unción patriótica, llegó casi al histerismo durante el desarrollo de los doce rounds…
“El comentarista gritó en repetidas ocasiones: ‘¡No le pegues bajo, negro! ¡Max te hará pagar por eso!’. Cuando llegó el momento del knock-out, algunos de los jóvenes más exaltados trataron de acercarse a la pantalla (…) y cuando se encendieron las luces y Schmeling apareció en el escenario, sonriente, aquello fue el delirio…
“Un amigo alemán que había observado con calma todo ese proceso, me dijo: ‘Hubiera sido muy malo que perdiera con un negro”.
Tal era el ánimo predominante en la Alemania hitleriana.
Aquella revancha entre Louis y Schmeling, ahora con el campeonato del mundo en juego, fue trasmitida por radio a casi todo el mundo. Cinco grandes cadenas emitieron el combate en inglés, español, portugués y alemán. Sus ondas cortas fueron retrasmitidas por repetidoras de América del Sur, y por otras de casi toda Europa.
Un par de días antes de la pelea, Dick Merril, un aviador amigo de Schmeling, se ofrece a llevarlo en avión a Nueva York. El boxeador acepta de inmediato. Enterado Mike Jacobs del asunto, telegrafía de inmediato a Schmeling: “Tenemos un negocio de 1 millón de dólares y no vamos a arriesgarnos ahora. Le prohíbo terminantemente que viaje en avión”. A Schmeling, la prohibición de Jacobs le importa muy poco: el 21 de junio llegó en avión a Newark, y de ahí se trasladó en automóvil no se supo adónde.
Mientras tanto, en las calles se producían más incidentes entre grupos hitleristas y militantes antinazis. Louis, siempre callado, esta vez habla de la pelea: “Lo dejaré knock-out en dos rounds. Saldré a combatir, dos años enteros he esperado este desquite”.
El día del combate, el Partido Comunista reparte volantes dirigidos específicamente contra Schmeling. Al mismo tiempo, en prevención por el anunciado boicot de los antihitleristas, más de 3 mil policías se distribuyen en los alrededores del estadio. Al empezar la pelea había 80 mil personas en el Yankee Stadium. El árbitro era Arthur Donovan.
En las tribunas y en el ring-side, los activistas del bund germano-americano resultan ser más de los que se suponía. Centenares de ellos braman por Schmeling, gritan contra Louis y contra todos los negros y, claro está, despliegan y hacen ondear decenas de banderas rojas con la esvástica en el círculo blanco central.
Joe Louis sube primero. La mayor parte del público está con él, pero los nazis ponen mayor entusiasmo. Amenazantes, miran a Louis y solo le gritan “¡negro! ¡negro!”. Seguramente, ese debía ser para ellos el peor de los insultos. Quizá no hicieron bien…
Schmeling subió muy serio. Apenas traspuso las cuerdas, fue al rincón de Louis y saludó a su rival. Fue un apretón de manos brevísimo, acompañado por un rechinar de miradas en las que se cruzaron odios antiguos, persistentes.
El campeón alemán se había dado el lujo de aconsejar a su adversario que boxeara tranquilo: “Si se pone muy agresivo, ganaré antes”. En general, todos los entendidos preveían una pelea larga, de estrategia difícil, complicada.
Seguramente, Schmeling también esperaba un desarrollo así. Por eso, no habrá entendido demasiado qué era eso que salió del rincón de Louis. Solo habrá sabido, con toda certeza, que aquello lo estaba aplastando con la fuerza elemental de una furia inmediata, incapaz de esperar.
Louis casi corre hacia Schmeling en cuanto suena la primera campana, y en los dos o tres segundos iniciales coloca dos ganchos de izquierda tremendos. Schmeling se agazapa, retrocede, quiere salir del camino de esa aplanadora que se le viene encima. No puede. Louis tiene los ojos bien abiertos, las piernas y los brazos en movimiento continuo. Ahí va el Bombardero, a terminar enseguida, y pega una seguidilla demoledora de golpes cortos mientras su rival se ovilla contra las cuerdas. Schmeling coloca entonces una derecha breve, pero el remolino no para. Louis golpea con un gancho de derecha al plexo. Entre la gritería que baja de las tribunas y se expande por el ring-side, en el banco de prensa, pegado al cuadrilátero, se escucha nítidamente el gemido de dolor que ese golpe le arranca a Schmeling. La violencia que despliega Louis es alucinante. Tiene una hostilidad absoluta, completa, casi hermosa.
Detrás de ese gancho al cuerpo va otro a la cabeza. Schmeling se tambalea. El ario puro, echado contra las cuerdas, recibe una negra derecha, seca, y se derrumba. Está tres segundos en el piso, y cuando se pone de pie es un tembladeral. Un cronista de AP dirá de él: “Cuando se incorporó parecía sorprendido, atónito”.
Louis no le da tiempo para casi nada, de nuevo va hacia él. Cuando logra la distancia justa, el Bombardero conecta un uno-dos. Schmeling cae otra vez y de nuevo se levanta. Quizá pocos hayan visto, como él, que su propia muerte los miraba desde los ojos del rival, para decirlo con palabras de Norman Mailer. Louis va a la carga nuevamente. Ahora necesita un solo golpe, un derechazo recto a la mandíbula del superhombre ario. La espalda de Schmeling golpea la lona con un ruido sordo, definitivo. Está noqueado. La pelea duró dos minutos y cuatro segundos.
En Alemania, centenares de miles escucharon por radio aquel aluvión negro y se hundieron en un silencio de plomo.
Al día siguiente, el diario de Paul Joseph Goebbels, Del Angrif, trató de tomar las cosas con calma: “Es un resultado amargo, pero no un desastre nacional. Hay tan pocos motivos como ayer para que Alemania haga del match una cuestión racial o política, como han hecho del otro lado”.
Harlem, en cambio, vivía algo más que una victoria deportiva. La Nación del 23 de junio de 1938 escribe:
“Millares de negros llenaron por completo la famosa avenida Lenox y calles adyacentes. El barrio ofrece aires de fiesta. Todos los bares y restaurantes habían instalado altavoces para permitir a la multitud seguir las alternativas del match. Durante el transcurso de la breve lucha la multitud exteriorizó su alegría cuando el campeón negro martilleaba al alemán. Ahora, una vez terminado el match, los bares se llenan de gente, se organizan bailes populares, las ventanas están abiertas y las orquestas entonan por todas partes músicas alegres.
“La fiesta durará, probablemente, toda la noche…”
Schmeling, durante la II Guerra Mundial, fue paracaidista de elite en la Fuerza Aérea alemana, la Luftwaffe, y combatió en la Batalla de Creta. En un salto se rompió los tobillos y no pudo volver a boxear. Cuando el Plan Marshall acompañó la recuperación económica de Europa en la posguerra y el capitalismo hubo salido de su crisis por medio de la masacre masiva, Schmeling fue representante de la Coca-Cola en su país. Llegó a ser un hombre muy rico y, como otros nazis reciclados, un demócrata de prestigio. Falleció en 2005.
Louis murió en la miseria en 1981. Schmeling pagó los gastos de la enfermedad y hasta el entierro de aquel Bombardero que lo había destruido hacía más de cuarenta años.
Fue vano el ruego del muchacho negro ejecutado en la cámara de gas: “¡Sálvame, Joe Louis! ¡Sálvame, Joe Louis!”. El Bombardero de Detroit fue uno de aquellos boxeadores fascinantes, que pueden derrumbar a un hombre con solo estirar el brazo. Pero no podía salvarse ni a sí mismo.