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Télam

Crédito: Télam

Por Brian Majlin

@bniljam

El 1 de marzo se anunció, con bombos y platillos, la estatización del sistema ferroviario y el “regreso a la empresa nacional” que fuera desguazada a principios de los 90. Pero el proyecto, que apela al sensible colectivo –ese familiar directo del sentido común liso y llano, ramplón- no es otra cosa que una renovada falacia.

A esta altura, confundir estatización o nacionalización con redistribución de razones sociales y poder en el entramado ferroviario ya no puede considerarse una confusión. Desde 2008 se han multiplicado las empresas estatales –sociedades del estado o anónimas, como el Belgrano Cargas- que orbitan bajo la tutoría de la secretaría primero y el ministerio de Transporte después.

En 2011, 2012, 2013 y 2014 se anunciaron nacionalizaciones o estatizaciones de distintas líneas que, salvo la última, no fueron tales. Incluso para llegar a la operación definitiva del Sarmiento en manos estatales –tras los primeros anuncios falsos- debieron ocurrir tres accidentes. El propio Randazzo lo confirmaba entonces.

Pero aún hoy siguen existiendo cientos de empresas tercerizadas en el ferrocarril, concesiones en el sistema de transporte y de cargas y subsidios millonarios que hicieron las delicias de los empresarios. En el debate en Diputados, Julio Cobos y Manuel Garrido, entre otros, –ambos radicales, ambos que pese a la denuncia apoyaron el proyecto- relataron informes de la AGN y otras auditorías que dan cuenta de un gasto en subsidios de 5 millones de dólares diarios. De un sistema igualmente desguazado que el de los 90 y por el que este proyecto no reporta ni un solo peso de reembolso o multa a las concesionarias.

Porque ese es el eje clave: el sistema troncal que interesa a los empresarios –chinos o argentinos, qué más da- es el de cargas, que permite transportar soja y otros bienes primarios para su exportación. Ese es el punto que se abre con el proyecto que hoy mismo aprueba el Senado.

Por otra parte, el destino de los ramales metropolitanos de pasajeros no es más que un interés público a medias: las empresas se llenaron los bolsillos con subsidios durante toda la década y, claro, ganaron.

Pero el asesinato de Mariano Ferreyra primero y la masacre de Once después han puesto en jaque al modelo de la triste y célebre tríada siniestra: empresas, Estado y sindicatos engarzados en un jugoso negocio de subsidios, sobreprecios, tercerización, y millones de pesos.

El proyecto de ley, entonces, se jacta de declarar de interés prioritario al FFCC- pasajeros y cargas- pero nada dice de estatizar. En esa línea, no es novedoso: ese texto está presente en los últimos 10 años. Lo que se recupera es la administración, sin cobrar a las concesionarias por el deterioro, la falta de mejoras y obras pautadas, entre otras cosas.

Recuperar se recupera, pero la administración, no la propiedad. Es decir: si habían 42.000 kilómetros de vías y hoy

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queda menos de la cuarta parte –y en pésimo estado, como prueban los continuos desperfectos con las formaciones nuevas o refaccionadas-; las concesionarias responsables debieran hacerse cargo. Lo que se recupera –y no tanto- es lo que ha quedado y se socializa el desguace, la pérdida y el rezago.

Sin embargo, la fundamentación del proyecto que será aprobado en horas, incluye el relato épico de lo actuado por el kirchnerismo, aún lo desmentido por los trabajadores, los usuarios y la evidencia.

La medida es explicativa –una confesión- del fracaso. En su argumentación se considera que hasta aquí no imponían metas a las concesionarias sino «tan solo» mínimos de funcionamiento –que, en algunos casos pero no siempre, fueron respetados-  y no mucho más. Es decir: el Estado que habla del Estado dice que la culpa es de los privados que no fueron controlados.

Luego dice que SOFSE, ADIFSE Y Belgrano Cargas fueron centrales en la mejora. Y solicita reasumir administración, control, regulación para que, quizás, se concesione nuevamente. Habilita, de un plumazo y aún antes de la mentada estatización, la reprivatización.

Dice, como si no notara lo que ha dicho, que estas empresas estatales deben coordinarse y actuar en conjunto, así como trabajar con concesiones. Pero es algo que ya estaba en los últimos 5 decretos al respecto, cuando los tecinicismos del randazzismo decían que UGOMS, UGOFE y demás privadas operaban bajo mando de ellas. Por “orden y cuenta de”.

Hasta ahora, el modelo al que aspiraba Randazzo –lo ratifican sus viajes, sus reuniones, la creación de empresas similares y la compra de vagones- era el español. Ahora, sin explicar por qué, virará al francés. Se emula el  “holding ferroviario público” en aras, dirá el Ministro que aspira a que sea su plataforma presidencial, de un proyecto de transporte multimodal: camiones, trenes, barcos y aviones. Sin embargo, el transporte marítimo y fluvial ha pasado hace pocos días de Transporte a Economía: repartija sí, coordinación no.

En lo que respecta a la nueva empresa estatal, tendrá un Directorio de seis miembros: uno de la Secretaría de Transporte, el titular de Adifse, el titular de Sofse, el Presidente del Belgrano Cargas, un representante de la Unión Ferroviaria y uno de La Fraternidad –un guiño al vapuleado y ex aliado Omar Maturano.

Esta nueva etiqueta –Ferrocarriles Argentinos (¿SA o SE?)- tendrá el control del 100% de SOFSE y ADIFSE  y el 75% del Belgrano Cargas, -faltaría el 25% que tiene Puertos, ahora bajo órbita de Axel Kicillof.

También incorpora a sus activos el 16% de tres empresas cargueras a las que ahora Randazzo acusa de transportar sus propias mercancías: Nuevo Central Argentino (la empresa del ex senador kirchnerista y dueño de la Aecitera General Deheza, Roberto Urquía), Ferroexpreso Pampeano (del grupo Techint), y Ferrosur Roca (que pertenece en un 80% a Cofesur  / Camargo Correa-Loma Negra).

Los artículos siete y ocho del proyecto dejan en que la nueva escrituración de bienes en favor de público y privados quedará en manos absolutas del Ministro de Interior y Transporte, que ha puesto a sus hombres en cada resquicio del sistema ferroviario. Para más detalles al respecto y saber quién es quién en Sofse y Adifse: leer este informe .

Por último, a cambio de entregar los puertos a Economía, Transporte se llevará para sí el control absoluto de gestión y circulación, así como mantenimiento, además de la decisión de autorizar concesiones y subcontrataciones/tercerizaciones.

La reasignación de tareas del Ministerio realiza una extraña movida que desdibuja a la Comisión Nacional de Regulación del Transporte que, aunque defectuosa, es la que hacía los informes que alertaban sobre los problemas en el sistema ferroviario, que luego se confirmaron en los sucesivos accidentes y masacres.

El cambio de razón social, que se anuncia aún como una estatización sentimental, no garantiza el manejo eficiente, la mejora, la modernización ni la prohibición de las concesiones a los mismos grupos de siempre –incluso sostiene a Roggio y Romero en dos de los ramales de pasajeros. Lo que se introduce es, entonces, apenas una etiqueta altisonante que esconde detrás una política sostenida en el tiempo: el sistema ferroviario continúa regido por la fuerza del lucro de cuatro o cinco empresas privadas.

 

elotrotango

Por Eduardo Mileo

Hay un término inglés, traducido al castellano como Zona 0, que define a la porción de tierra o suelo inmediatamente debajo de una explosión de bomba, sobre todo en el caso de un arma nuclear. Esta devastación, que señala el vacío provocado por esa catástrofe, es también lo que puede suceder a un artista luego de una explosión interna, provocada por el choque de diferentes estéticas, lo que queda luego de esa discusión radical, aquello sobre lo que habrá que construir y cuyas cenizas serán el abono. Ese término es Ground 0.

Así se llama el disco que acaba de hacer público la extraordinaria pianista Adriana de los Santos, una de las creadoras y referente insoslayable de Músicos Organizados. Formada en música clásica en el país y en el exterior, tuvo su bisagra estética con la obra de John Cage, el gran músico estadounidense que revolucionó el concepto de música, rompiendo con los habituales prejuicios que dominan el campo estético no sólo en el ambiente musical, sino en general en el artístico.

A partir de ese encuentro, se dedicó a la música experimental: improvisaciones, preparación de instrumentos musicales en registros que éstos no tienen habitualmente —como, por ejemplo, el uso de piedras colocadas en el arpa del piano—, utilización de esos instrumentos de modo diverso a aquel para el que fueron creados —como la percusión de la tapa del piano o de sus laterales—, la inclusión como instrumentos musicales de objetos diseñados para otro fin —amoladoras, tablets, teléfonos celulares, entre otros.

Ground 0 está compuesto por ocho improvisaciones, en cada una de las cuales Adriana toca el piano y es acompañada por otro músico: Guillermo Gregorio, Migma, Fernando Perales, Mono Hurtado, Agustín Genoud, Sam Nacht, Grod Morel, Carlé Costa y Andrea Pensado son los encargados de tocar clarinete, bandejas, mix, piedras, contrabajo, mic, voces, trombón, saxo, bajo eléctrico, electrónica DiY, guitarra, ipad, iphone y mixer.

El resultado es un disco profundamente climático, despreocupado totalmente por la melodía, que provoca un sinfín de sensaciones y emociones y transporta a paisajes de índole tan diversa como un puerto, una fábrica o el espacio exterior. La música de De los Santos y sus invitados trabaja desde la tensión y lleva hasta el límite las posibilidades tímbricas de los instrumentos, incluso hasta no reconocerlos. Los efectos provocan la sensación de dislocación temporal de la realidad, un proceso en el que se quiebran los tiempos y los espacios como último recurso de la creación para edificar sobre sus ruinas. Sonidos como de animales, de cuchillos, de camiones, fondos de aquelarre o de avenida en hora pico, interferencias de radio en combate, diálogos en que los discursos se pisan, se enciman, se enloquecen, diálogos de sordos, ironía, gritos, lucha de voces en la que gana el silencio.

Adriana de los Santos logra con Ground 0 una construcción, como en la metáfora de la tapa del disco, envuelta en brumas, velada por el humo de las ensoñaciones, apenas iluminada de soslayo por una luz que parece de crepúsculo; una construcción en el aire, como la música.


Hoy, jueves 16 de octubre, a las 19 horas, se realizará en el Auditorio Jorge Luis Borges de la Biblioteca Nacional (Agüero 2502) la presentación del disco «Ground 0» de Adriana de los Santos.

Para escuchar el disco online: https://adrianadelossantos.bandcamp.com/releases

INDIA 4

Por Brian Majlin (@bniljam)

India tiene muchos récords, y hablar de ellos, lejos de describirla, la tornan indescifrable. ¿Cuál es el más relevante? Cómo decidirse.

¿Qué decir para narrarla? ¿Que son el primer país en cáncer cervical o el primero en producción de leche? ¿El país de los 400 millones de pobres o el principal exportador de software (y de su mano de obra)?

Es difícil: en India hay 1.300 millones de personas, que representan un quinto de la población mundial; así que sus variables, las buenas o las malas, están sobredimensionadas.

La pregunta típica al regreso de un recorrido por la India es sobre la pobreza. Sobre la extrema miseria que la azota y se ve en cada sitio.

—Mucha pobreza, ¿no?

La respuesta es la misma: sí, pero la magnitud.

—Claro, son muchos, es un país enorme.

No tanto. Una vez más, la perspectiva. La India tiene poco más de 3 millones de kilómetros cuadrados y Argentina, por ejemplo, tiene 2,7 millones. Ya no es tanto, ¿no?

Lo supuse.

Es la misma cara que pone Somit –un instructor de Yoga, benefactor social, amigo ocasional en Varanasi— cuando se le dice que en Argentina hay 40 millones de personas. Un vasto país con territorio similar y solo un 3% de la población que hay allí.

La India es enorme, pero no tanto. Anoto.

Varanasi es uno de los puntos más importantes del país. No por su economía, más allá de su importante industria de seda a base de la barba de las cabras que pululan por doquier. Es el lugar sagrado en el que los hindúes se acercan a morir. Su nombre se desprende de allí, es la ciudad que se recuesta sobre esa porción del mítico Ganges ente los ríos Varuna y Asi.

Aunque en la mayor parte de los rincones de la India puedan encontrarse seres infinitamente livianos –piel, huesos y alma- que parecen levitar sobre las aceras y caminos, solo en Varanasi se tiene la certeza de que han venido a morir. Es la ciudad sagrada del hinduismo, a orillas del  Ganges y, según sus creencias, quien allí muere, allí acaba el ciclo de reencarnaciones.

Allí vive Somit, un muchacho de tez color café con tres gotas de leche –la cantidad de leche es la única forma que encuentro para distinguir la tonalidad de piel entre hindúes— que de joven ha pasado por la cruda experiencia de renegar del mandato familiar para sumirse en el camino espiritual.

Somit tiene una nobleza y bondad propias de un gurú, sonríe en modo hindú —es decir constante— y no puede despegarse de su Samsung Notepad 3, en el que agenda cada clase y visita que recibirá en el Bowl of Compassion, el centro de –precisamente— compasión, en el que recoge niños de la calle, enseña yoga y aloja turistas y voluntarios que enseñan idiomas o materias escolares a los chicos.

En India, las castas –no solo las principales, esas míticas que  segregan socialmente, sino las terrenales, las que abarcan a centenares de oficios o profesiones— definen un rumbo.  Somit estaba predestinado a ser empleado municipal, funcionario público, cobrar bien, vivir mejor, soportar con holgura la existencia material en un terruño en el que 400 millones de personas viven a diario sin comer.

Pero se rebeló.

Tras una especie de epifanía, siguió a un gurú que lo llevó por la senda del autoconocimiento, del yoga y de la espiritualidad. Quien haya leído Autobiografía de un yogui, de Paramahansa Yogananda —una de las puertas que Occidente tiene hasta la tradición hindú desde 1946, cuando Yogananda recibió (sintió) el deber (divino) de llevar su cultura al otro mundo—, podrá ver en Somit a ese ser dubitativo, desconfiado y definido.

Conozco a Somit en Varanasi. Y Varanasi es un viaje hacia la muerte. Suena extraño eso de hacer un viaje a la muerte, pero visitar la India tiene ese condimento. No se pasa por allí con la misma liviandad como se puede pasar por un recodo costero en cualquier punto del mapa. Caminar por entre medio de las vacas y las cabras, los perros y los chanchos, los excrementos de vacas, cabras, perros y chanchos, es también un viaje hacia la muerte.

El turismo espiritual pone en juego la noción de la propia finitud y el sentido y objetivo de la vida. Anoto.

El camino desde el aeropuerto de Benarés –a 30 kilómetros de las decenas de ghats (escalinatas, portones) que anteceden al baño purificador del Ganges— hasta el centro de la ciudad es una peregrinación silenciosa. Allí está el Bowl Of Compassion, los crematorios y, al fin, la espiritualidad.

El ruido de las calles es agotador, los sentidos se agolpan y arremolinan internamente provocando un mutismo atribulado. El viajante va en silencio profundo, mientras los múltiples sonidos externos rebotan adentro del cráneo, donde la capacidad de interpretación se apresura a dotar de sentido lo desconocido.

A un lado y otro del auto se ven, en orden de aparición, dos chanchos y sus respectivos chanchitos, decenas de vacas estrábicas, bicicletas, un búfalo, algunos toros —que se camuflan entre las vacas para simular la sacralidad que ostentan éstas en India—, bicitaxis, cabras, algunas casas con paredes raídas, edificios de tres pisos, mototaxis,  chabolas, tendederos, y tucs tucs, quizás el mayor símbolo del país después de la flor de loto y el Ganges.

Varanasi es un terruño laberíntico y, como casi todo en este país, es difícil de describir. La ciudad se divide en un par de gruesas avenidas, atestadas de vehículos y animales, sobre las que se multiplican arterias diminutas de tierra y piedras, de no más de metro y medio de anchas. En esas callejuelas se respira la esencia de Benarés. Si se sigue atentamente el sentido del tránsito, todas desembocan en la ciudad vieja, esas barriadas de edificios gastados que se mezclan con templos, centros de Yoga, infinitos puestos de comerciantes —que atienden descalzos y agradecidos—, a la vera de los ghats que se abren al río.

El principal sustento de los locales es el turismo y el comercio con el turismo. Pashminas, pantalones, camisolas, cuadros, pinturas, telares, malas –rosarios hindúes— de madera, malas de piedras preciosas, malas de piedras comunes, malas de plástico, malas combinados, esencias, condimentos, especias, paseos en bote a través del río y, frutilla en el postre espiritual, las ceremonias crematorias.

En los ghats de Manikarnika y Harischandra hay cremaciones las 24 horas. Las humaredas se distinguen a varios kilómetros y los fogones son parte del impresionante paisaje fúnebre de la ciudad. Desde el bote característico se observan las ceremonias –familiares, íntimas— entre cientos de personas. Para cremar a un ser querido los hindúes pobres pagan desde 2000 rupias —30 dólares— lo que equivale –para hacerse una idea— a la comida de un mes en un país que tiene más de 200 millones de personas desnutridas. Además, el salario mínimo ronda los 30 a 150 dólares mensuales. Los ricos, que apartarán las mejores maderas de sándalo para liberar el alma del cuerpo, pueden gastar desde 25.000 rupias.

—Si quieren caminar por allí van a tener que pagar —advierte Monu, uno de los chicos que Somit acoge en el Bowl of Compassion, su centro de yoga, beneficencia, escuela, cocina, hospedaje. Monu tiene 24 años, debe pesar 50 kilos, tiene un bigote delgado que se ensancha sobre la comisura de los labios, una sonrisa pícara, vivaz, y las manos entrenadas para la cocina.

—¿Aunque solo queramos ver? –advierto, con incredulidad.

—Precisamente. Si te quedas mirando consideran que es irrespetuoso. A menos que pagues.

Monu nos guía por horas a través de Varanasi, sus rincones, el recreo de la Universidad –que alberga poco más de 20 mil estudiantes que aprovechan sus espacios verdes y amplios (los únicos de la ciudad). Es una especie de páramo, en una pequeña ciudad de 1.200.000 habitantes y un país donde están 9 de las 60 universidades más pobladas del mundo, con matrículas que van de 100 mil (Calcuta) a 3 millones (Nueva Delhi) de estudiantes. También nos pasea por sus sitios preferidos: un templo milenario y poco visitado, alejado de los flashes turísticos, pero rodeado de un halo de espiritualidad que desborda y se cuela, como aire frío y húmedo, por los huesos.

La espiritualidad —cuando se siente— se siente en los huesos y es fría. Anoto.

Horas antes, parado en Manikarnika, se siente el frío, que cruza la espina dorsal y hace un pequeño nido en la nuca. Una contractura. Los cuerpos cuando se queman se doblan, se van de lado y van crepitando con un ritmo regular, solo alterado por algún gas de la propia estructura orgánica que compone a los seres humanos cuando son, además de espíritu, carne.

Ver el cuerpo chamuscarse es solo para potentados o curiosos desmedidos. Basta con ladear la mirada y otear brevemente entre pasos rítmicos y no muy acelerados las piras funerarias, esos enormes asados a leña que sostienen los huesos hasta que ya no hay nada que sostener. Una vez consumidos, las cenizas se arrojan –sin llantos— al agua. La dicha del hindú pasa por no reencarnar más, por ser finalmente libre.

No se llora la libertad. Anoto.

Uno de los peligros de recorrer la India es creer, a primera vista, que la hidalguía con que llevan la pobreza es, en realidad, una indiferencia disimulada de toda vida material en aras de una espiritualidad, eterna o reencarnada, mejor. No es así. No para todos es así. Y la limosna es la práctica más común en todos los sitios.

El hombre es un animal de costumbre. Es la frase que acuñó el escritor británico Charles Dickens a mediados del siglo 19 –cuando la India era aún una colonia inglesa- y quizás la más repetida en la historia desde entonces. Lo que no se dijo es que esa frase encierra a otra posible: la costumbre hace al hombre animal, le quita la posibilidad de razonar, como elemento distintivo de la raza humana.

En la India es común la pobreza y, a la vez, se ha hecho costumbre. Pocos se fijan en ella, pocos se detienen a pensar en lo que debe ser. Solo un cuarto de la población hindú tiene acceso a un baño como podemos concebirlo en Occidente.

¿Que cómo se arreglan?

A la intemperie. A pura costumbre y sin pensarlo.

El pudor, esa otra cuestión social que se hace carne en el cuerpo –en el estómago más precisamente—, no existe en los millones de indios que depositan sus residuos en las calles y campos de la India. Allí donde hay un pastizal –y es un país con tres cuartas partes de población rural- habrá un chico en cuclillas, lo que en Yoga –la práctica ancestral y milenaria de ejercitación corporal para entrar en la meditación y la luminosidad extra corporal y sensorial— se denomina posición de Kakasana.

Así lo aprendo  al viajar en tren desde Agra a Haridwar, una de las ciudades sagradas a orillas del Ganga y sobre la base del Himalaya, cuando una decena de chicos sonríen a las ventanas de los vagones, acuclillados, sin fuerza, y uno al lado del otro, como si hacer caca fuera un evento social. Una reunión.

Pero eso será más adelante.

Ahora estoy en Varanasi. Allí hay otra opción más antisocial, que se produce en las ciudades: en medio de las calles, un hombre se arremanga sus telas, se acuclilla, depone, se acomoda un poco, digamos que un sacudón –no se limpia— y continúa. Un paisaje.

Hay cerca de 900 millones de hindúes –o indios— que cagan en la calle.

El pudor es una cuestión de costumbre. Anoto.

Somit es un caso contranatura, porque –contra el sentido común imperante— considera a la pobreza, a la limitación material de las posibilidades humanas, como un problema. Desde esa anomalía construyó su vida: primero supo que quería ser maestro de Yoga, abdicar de los empleos terrenales, del puesto que su padre le tenía guardado en una dependencia municipal –y sus consecuentes seguridades materiales— y buscar, con su Gurú, el camino de la verdad.

En Occidente se descree de todo y en la India todos aceptan que la verdad está por detrás de los velos de, ésta, nuestra común existencia terrenal, y van detrás de ella. Algunos dedican su vida a eso y otros, los que no, la buscan en los infinitos templos que habitan la tierra sagrada.

La mente es como un mono inquieto –me dirá Surindar, un gurú que conoceré en Rshikesh, un pueblo en la base del Himalaya en el que Los Beatles hicieron su retiro espiritual y en el que el Ganges es, contrario a lo que se sabe, cristalino y puro. Se mueve rápido, constante y en saltos.

A la mente hay que domesticarla. Anoto.

Jorge_Capitanich

Por Horacio Vázquez Beltrán

La cosa, tal vez, quiso ser una chicana, Parodi, pero que la chicana sea posible ya es un dato de la realidad. Decirle a un jefe de gabinete que es un pelotudo caro, como le dijo Barrionuevo, solo es posible si el destinatario se lleva casi 70 lucas mensuales sin contar viáticos, gastos de representación, horas extras, presentismo, premios a la producción y vueltos perdidos, Parodi, y se las lleva para explicar en una conferencia de prensa que con el trigo se hace la harina y con la harina se hace el pan. Si usté ata ese sueldito con esa explicación, tiene que lo de Barrionuevo ni siquiera es un juicio de valor, Parodi, apenas es una descripción.

Claro, Parodi, Capitanich se encargó de darle la razón a su ex aliado y rival, cuando dice que el “lenguaje florido” de Barrionuevo le hace acordar a Borges y a Bioy Casares ¡Para qué los nombra, Parodi, para qué los nombra! ¿No ve que es nomás un pelotudo caro? Además, un tipo que denomina “florido” al lenguaje de Borges es porque no lo leyó, seguro que no lo leyó. Y si lo leyó y lo primero que se le ocurre es llamarlo “florido”, peor…

Acuérdese, Parodi: “Las lenguas son, en último término, simplificaciones de una realidad que siempre las rebasa, y solo pueden justificarse con un fin práctico”. Sí, Parodi, es de Inquisiciones. Si de eso se trata, si el lenguaje solo se justifica por la practicidad de su fin, Barrionuevo es casi un literato. Atienda a la sonoridad de la frase, a la contundencia del concepto: “Es un pelotudo caro”. Hasta tiene su belleza, no me diga que no…

No fue Adán, ese jardinero desocupado, sino el Diablo, “esa pifiadora culebra, ese inventor de la equivocación y la aventura (…) el que bautizó las cosas del mundo (…) el lenguaje es como la luna y tiene su hemisferio de sombra”. Pero acá hablamos del lenguaje que solo se mueve en el hemisferio de sombra, Parodi. El de Barrionuevo es un lenguaje de sombras, el que pide que se deje de afanar durante dos años, el lenguaje fraudulento de un gastronómico que jamás en su vida sostuvo una bandeja ni gritó “¡sale con fritas!”

El de Capitanich ni siquiera eso, Capitanich intenta referirse al lenguaje de otro para rebatir a su adversario y solo logra darle la razón. Usté es mal tipo, Parodi, yo no quería llegar a eso, pero es cierto, al pobre diablo primero lo cagó su mujer y después su vice, que en cuanto agarró la gobernación porque el otro se vino para acá le dijo el que se fue a Sevilla… Y, sí, Parodi, a veces es jodida la suerte del inmigrante, sobre todo del que se viene desde el Chaco con aspiraciones presidenciales y ahora habrá que ver si puede ser intendente de Resistencia. Ni siquiera pudo ser como el personaje de “El muerto”, de Borges, porque ese conoció su rato de gloria, estaba a las puertas del triunfo, o por lo menos eso creía, cuando le llegó el balazo del final.

Pero si tratamos de aproximarnos al fondo de la cosa, Parodi, hay una ruptura sustancial entre el lenguaje de estos dos, el de Capitanich y el de Barrionuevo, y la realidad que quieren ocultar. Significante y significado se pelean a muerte en estos tipos. Ellos vuelven verdadero aquel juego de Borges con las palabras, cuando decía que, “erróneamente, se supone que el lenguaje corresponde a la realidad, a esa cosa tan misteriosa que llamamos realidad. La verdad es que el lenguaje es otra cosa”.

Y, sí, Parodi, a esta altura es imposible no ponerse un poco serio, mal que me pese. Porque ya no se trata solo de un pelotudo caro, sino de todo un régimen insoportablemente caro, donde la Presidenta anuncia un aumento del salario mínimo que lo lleva a poco más de la tercera parte del costo de la canasta familiar, y dice que el mínimo vital es cada vez menos mínimo y más vital. Todos los figurones de este régimen discuten más o menos como Capitanich y Barrionuevo. Ese lenguaje es un síntoma, Parodi, un síntoma de la podredumbre.

Por mi parte, Parodi, me anoto para ir en noviembre al Congreso del Movimiento Obrero y la Izquierda, siquiera para escuchar cómo se juntan las palabras y la realidad, los significados y los significantes.

Eso sí: Capitanich es un pelotudo caro. Créame, Parodi.

César e Isaac (Capítulo X)

Publicado: agosto 29, 2014 en Crónicas, Cuentos, Ensayos
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Mineros 3

Por Alejandro Guerrero (@guerrerodelpo)

Un problema la yerba. Se conseguía solo en un par de puestos del mercado Lanza, paquetitos esmirriados de cuarto kilo y para colmo Rosamonte, que si en Buenos Aires era cara en La Paz se ponía imposible. Mala suerte, no había artículo más de primera necesidad que esos paquetitos de yerba que habrían de racionarse durante toda la semana. En cambio, el tabaco negro de los Casino reemplazaba bastante bien a los Particulares.

Toda la semana era hasta el sábado a la mañana, cuando la subida hasta El Alto se hacía rutina y los fricachos con Eusebio y la cerveza fría y el relato, vivo y necesario (casi tanto como la yerba), de aquellos viejos uthurunkus, de esos hombres tigre que en las leyendas antiguas habían sido inmunes a las balas. Ahora, uthurunkus había en el fondo de la mina, en el socavón, protegidos (no siempre) por el Tíu. Habías visto al Tíu al penetrar las entrañas del cerro en Siglo XX, ese diablo protector de brazos múltiples, de rojo sublevado, y la fila de mineros que le llevan la ofrenda del día, la pizquita de tabaco o de coca para que Tíu querido no dejes que me agarre la dinamita. Y luego la claustrofobia atroz de sentirte perdido a ¿300, 400? metros bajo tierra, y los montacargas que te llevaban más hacia abajo, hacia el encierro de esos pasillos angostísimos donde apenas pasa un cuerpo, y esos pozos de sensación infinita y más y más hacia abajo ya no por montacargas sino por escaleras de mano rectas, resbalosas, y la única luz es el foco de tu casco cuando te llega el ruido penetrante de las perforadoras que levantan paredes de barro para arrancarle el metal al fondo de la tierra. Metal del diablo, metal sangriento de sangre de tigres, de uthurunkus clandestinos y rojos como el Tíu.

—No era cierta esa parte de la leyenda, compa, no hay tigre que le pueda a la bala.

Eusebio sonríe y recuerda.

Los de mi época hemos tenido un privilegio ¿sabe, compa? que fue militar con César Lora y con Isaac Camacho. César, como Guillermo, su hermano mayor, era de un pueblito que se llamaba Panacachi, no muy lejos de Uncía. Ahí el padre de ellos tenía una finca, no muy grande pero alcanzaba para no ser un campesino pobre. El Guillermo se fue pronto, pero César se quedó a trabajar con su padre. Su madre era una india conocida por ser muy bella, que de muy jovencita había andado con sus parientes por el norte de Chile, que ahí era donde iban muchos bolivianos a buscar trabajo. En el 27 había nacido César. Del Guillermo no se sabe bien, pero debía ser seis o siete años mayor. Muchas veces iba César desde Panacachi hasta Uncía, tal vez unos 50 kilómetros, a veces arreando ganado, otras llevando papa o trigo, y una vez al año con duraznos de la finca para vender en Uncía, en la calle nomás. Era un joven muy fuerte y le gustaba mostrarlo, agarraba un buey por los cuernos y forcejeaba hasta hacer caer al suelo al pobre animal. Y en las ferias de mayo en Pocoata y en Macha siempre ganaba en los tinku ¿Qué es el tinku? Un rito indio, pues, de Chuquisaca es, bien brutal, sí pues. Es una danza entre dos hombres que danzan y luchan, se golpean a puñetes como en el boxeo, y así hasta que uno de los dos cae y ya no se levanta. Es una danza que simboliza la lucha entre las tribus por la tierra, en regiones donde la tierra es árida y hace falta mucha para que la cosecha rinda.

Al César nunca le gustó la escuela, le parecía una cárcel. A él le gustaba andar por la montaña, juntar jilgueros y criarlos, cazar zorros o dominar potros bravos. Era mal alumno y nunca llegó a tener mucha disciplina para leer, el Guillermo mucho le reñía por eso.

Cuando tuvo 13 o 14 años, por el consejo o la presión de sus hermanas mayores se fue a Oruro. Quería entrar allá en el Politécnico de la Universidad Técnica, pero no tenía ningún certificado de estudios y no le permitieron el ingreso. Él tenía una gran habilidad para la mecánica. Fue ahí, en Oruro, donde se reencontró con su hermano Guillermo, que estudiaba Derecho en la universidad de allí. César y Guillermo compartieron una pieza muy humilde. Ni muebles tenían, dormían en unas frazadas raídas que echaban en el piso y solo tenían un anafe para cocinar patatas. El Guillermo recién se había incorporado al POR, que era un pequeño grupo, muy sectario, dirigido por intelectuales de Cochabamba que se negaban a hacer militancia pública. Apenas intercambiaban correspondencia con la dirección de la IV Internacional, que estaba entonces en Nueva York. Guillermo se había hecho trotskista después de leer Literatura y revolución, de Trotsky. Cuando César llegó a Oruro, Guillermo era un joven obsesionado por la política, ya era todo un conspirador y tenía esa habitación llena de libros y papeles ¿Cuál era su obsesión? Sacar a ese grupico que era el POR del cascarón donde se había encerrado, ir a las masas, ganar obreros. César contaba que su hermano casi no le hablaba, que era un muchacho como ensimismado, también orgulloso y hasta despectivo y soberbio. Nunca le mostró cariño al César en ese tiempo. Pero fue el Guillermo el que acercó a César a la política revolucionaria, aunque lo hizo sin querer, sin darse cuenta. César empezó a leer algunos papeles, a hojear libros, folletos. Así conoció la política revolucionaria.

Y llegó el año 46 ¿sabe, compa? La Tesis de Pulacayo. Eso fue un sacudón enorme. Fue en noviembre del 46, cuando el congreso minero en Pulacayo. En julio, la rosca minera, la oligarquía, junto con el estalinismo, habían derrocado a un presidente nacionalista, a Villarroel, le apuñalaron en el Palacio Quemado y colgaron su cadáver de un farol en la plaza Murillo. Entonces empezó lo que los bolivianos llamamos el sexenio rosquero, la dictadura de los grandes mineros. Pulacayo le dio el programa a la resistencia de los obreros a esa dictadura. No solo se volvió a lanzar con mucha fuerza la consigna minas al Estado, tierras al indio. También hablaba de la ocupación de las minas, de la acción directa, pero más aún de que había que luchar por un gobierno obrero y campesino. Es el gran documento del movimiento obrero de Bolivia, hasta hoy le decimos la Biblia de los trabajadores. Y era la voz del partido, la voz del POR, aunque era un documento sindical. Esa Tesis la había redactado el Guillermo en el tren, en viaje al congreso. Apenas un muchacho era… Esa Tesis hizo que César se decidiera a marchar a las minas, pero entonces lo llamaron al servicio militar. Ahí se lo pasó realmente mal, oye.

Él odiaba a los militares, sobre todo a los oficiales, porque les había visto reprimir a obreros y campesinos. Tuvo roces con sus oficiales y le mandaron castigado a un regimiento en Curahuara de Carangas, en medio del desierto en el departamento de Oruro. Está en medio de la montaña, cerca de la frontera con Chile. Un cuartel perdido hay ahí, donde sabían confinar presos políticos. Mal les alimentaban allí, solo un poco de carne de llama y quinua. Ahí César se encontró con José Fellman Velarde, un militante nacionalista, del MNR, que también estaba castigado, y se hicieron muy amigos. Fascista había sido el Fellman Velarde, pero ahora era del MNR. Ellos empezaron a influir sobre algunos soldados. Mira lo que es el destino, oye. Entre esos soldados estaba Zacarías Plaza, que después de la revolución del 52 apareció como oficial del ejército y fue uno de los asesinos de César. Cosas del destino, sí pues… Ellos armaron una sublevación contra el comandante de Curahuara. Terminaron todos presos, claro, y eso porque tuvieron suerte. Los trasladaron a la carceleta de La Paz, al Panóptico Nacional de San Pedro, y ahí quedaron bajo proceso militar. El Guillermo siempre dijo que la cárcel le ayudó a madurar a César ¿Sabe, compa? Para todo el mundo, en ese entonces el César era movimientista. Claro, pues, si andaba con el Fellman Velarde y tenía simpatías por ellos. Pero entonces sí el Guillermo fue a verlo y le llevó publicaciones del POR y mucho habló con él. Así el César se hizo trotskista. Desde entonces no hubo mejor militante que él.
Imagine, compa, que cuando la revolución del 52 César y Fellman quedan libres y les recibieron como héroes, pues. Por un tiempo César volvió a Uncía, mientras en Siglo XX por primera vez la izquierda le ganaba las elecciones sindicales al MNR. Federico Escobar era ahora el secretario general del sindicato. Cuando César llegó a la mina, ahí trabajaba ya un medio hermano de los Lora, Filemón Escobar, que por entonces también estaba en el POR. El Filipo le pidió a Federico que le hiciera entrar al César a trabajar en la mina, y así fue nomás. Federico, le dijo, hemos venido a pedirte que ayudes al ingreso del hermano de Guillermo Lora, el autor de la Tesis de Pulacayo, él nos ayudará a luchar contra el MNR. Y así fue nomás…

Al poco tiempo, César había conseguido agrupar a unos pocos mineros, que aunque escasos fueron un grupo muy militante. Ellos serían el primer gran núcleo del POR en Siglo XX. Por ese entonces, él todavía no escribía ni panfletos, ni era un orador de masas. Eso vino después. Fue allá por el 54 o el 55 que el POR se rompió, porque muchos militantes siguieron la línea de la IV Internacional de París, ellos decían que debíamos seguir al MNR. Y no, pues. Mira, compa, si el POR sobrevivió a esa fractura fue porque se mantuvo firme ese núcleo de Siglo XX. Fregado fue aquello, pues. El partido quedó aislado, muy fuerte era el nacionalismo. Algo así como el peronismo en tu país ¿no ve?
En ese momento, el César y las células mineras de Siglo XX fueron puntales, y ellos mismos se formaron, se hicieron cuadros, al aprender a luchar en minoría contra una corriente tan poderosa. Por esos días llegó a la mina y al POR el Isaac Camacho. César era pura pasión, pero el Isaac era un organizador como pocos. Mucha presión había. El grueso del partido se había ido con la fracción que apoyaba al MNR, y entre los que se quedaron unos cuantos vacilaban, pedían que no se atacara tanto al gobierno para no empeorar el aislamiento. En la mina, en esos días tan duros, César y el Isaac sostuvieron al partido. César les leía el periódico, Masas, a los mineros analfabetos, y les traducía al quichua los artículos más importantes. Por ese trabajo, cuando vino la crisis movimientista, el POR empezó a ser una potencia en la mina.

También había discusiones fuertes entre nosotros. Cuando el Guillermo venía a la mina, y venía muy seguido, le reprochaba al César que no se preocupaba por la teoría, por superar sus limitaciones. El comité de Siglo XX votó varias veces para obligarlo a formarse teóricamente, pero mucho caso no hacía el César. Igual, a él lo mataron cuando solo tenía 35 años, cuando todavía no había podido dar lo mejor de él. Pero había que verlo en acción, era formidable. Así fue cuando la toma de la mina Huanuni y las milicias movimientistas atacaron a los mineros, un tal Gutiérrez las mandaba. César organizó la resistencia y los carajos esos no pudieron pasar. A bala los detuvo, sí pues. Lo mismo después en Potosí y en San José, en Colquiri ¿Sabes, compa? Él, que era un gran caudillo obrero, un sindicalista revolucionario como pocos, siempre nos decía que ningún trabajo sindical servía si no fortalecía al partido, si no preparaba la herramienta política para que los obreros tomáramos el poder. Siempre recuerdo eso…

¿Sabes? César nunca ganó las elecciones para el sindicato, pero en las grandes huelgas siempre era elegido presidente del comité de huelga. En el momento de la lucha, los mineros lo ponían a él al frente. Los comités de huelga funcionan con la democracia obrera, con la asamblea de base que decide todo. Siempre esos comités chocaron con la burocracia de los sindicatos.

Después del golpe del 64 mal se puso la cosa. El golpe no le llegó de afuera al MNR ¿sabes? Bien de adentro le vino. El general Barrientos era vicepresidente de Víctor Paz cuando dio el golpe. En el 52, Barrientos, que era aviador militar, había ido a Buenos Aires a buscar a Víctor Paz, que estaba exiliado allá, y lo trajo para que gobernara. En el 64 lo acompañó en la fórmula y meses después le dio el golpe. Empezó a gobernar una junta militar, con él y con otro general, Alfredo Ovando, y mandaron soldados a las minas, tremenda represión, sobre todo desde mediados del 65 cuando echaron a centenares de mineros, entre ellos a César y a Isaac.

Eso fue en mayo del 65, y un mes después ya sabíamos que los militares querían matar a César y a Camacho también. El partido denunció eso, hizo responsable al gobierno por cualquier cosa que les pasara. Ellos dos se escondieron en la mina Italia, a unos 30 kilómetros de Siglo XX, y empezaron a armar desde allí la resistencia, con un grupo de gente hacían operaciones guerrilleras y convocaban a organizar sindicatos clandestinos. Mira, por primera vez entonces se habló de guerrillas en las minas bolivianas. Todo el mundo hablaba de “la guerrilla del César”, se perdió el miedo y César empezó a ser un mito. El ejército, claro, organizó una cacería para dar con ellos, así que de nuevo tuvieron que huir. El jefe de los comandos militares que los perseguían era aquel Zacarías Plaza, que ahora era capitán del ejército y llegaría a coronel cuando le cayó encima la mano del POR.

En esos días, todo el partido estaba clandestino, todo el activismo lo estaba. César y el Isaac se fueron a Sucre, pero ahí también tuvieron encima a la Dirección de Investigación Criminal, la DIC, que era un organismo de represión política. Así fue que salieron de Sucre y decidieron volver a Siglo XX y convocar a una asamblea del sindicato clandestino, que se haría en los socavones, dentro de la mina. Por entonces sabíamos que los militares que les buscaban tenían órdenes de dispararles. El partido les avisó que si cometían ese crimen nos íbamos a vengar. Mientras tanto había apresamientos en Huanuni y en Siglo XX, mandaban mineros deportados al campo de Puerto Rico, bien al norte, en pleno Amazonas. Ahí mandaron a compañeros enfermos de silicosis, a morir los mandaron.

A todo esto, César le mandaba una carta abierta a la junta militar, les decía que había una gran resistencia obrera a los atropellos que ellos cometían, que Bolivia había sido convertida en un campo de concentración, que no podía ser que un pequeño grupo, como decían los militares, y menos un hombre solo, creara todo el ambiente de inquietud que había en las minas. Decía que el gobierno no hacía más que desarrollar las tendencias fascistas que ya habían estado en el MNR, y les proponía, para evitar un choque sangriento, que sacaran los soldados de las minas y dejaran funcionar libremente a los sindicatos.

Isaac y César llegaron el 29 de julio al poblado de Sacama Paica, en el valle de San Pedro, a unos 5 kilómetros del pueblo de San Pedro de Buena Vista. Ahí alquilaron una mula y cuando pasaban por el valle de Huañuma los ha reconocido un tal Eduardo Mendoza, que era un provocador de la policía, y él dio el aviso a los perseguidores. Isaac y César marchaban a pie. Donde se juntan los ríos Tocari y Ventilla, se encontraron con la patrulla. Con ella venía un Enrique Mareño, que había sido el que les alquiló la mula. Con los militares iban unos civiles, en total ocho o diez personas. Entonces empezaron a golpear al César, que forcejeaba con ellos. Isaac contaba que entonces, mientras él mismo luchaba con sus apresadores, escuchó el disparo y vio que César caía con la cara ensangrentada. La bala le había atravesado la cabeza, lo mató en el acto.
—¡Mátenme también a mí, carajos, gran puta! —les gritó Isaac.

Entonces los tipos empezaron a discutir entre ellos. Uno dijo, de mala manera, que la orden era de matar solamente a César Lora, y que había que irse de ahí. El que disparó fue un tal Próspero Rojas. El grupo llevó a Isaac, y al cadáver de César, hasta San Pedro, apenas un caserío. Los tipos estaban turbados, se descuidaron y el Isaac se les escapó escondido en un camión que salía del pueblo. Así llegó a Oruro y después a La Paz.

Entonces ocurrió lo contrario de lo que esperaban los asesinos. Ellos querían aterrorizar con el crimen, hacer que cesara toda resistencia. Pero fue al revés. En cuanto llegó a la mina la noticia del crimen, estalló la huelga, mientras el gobierno reforzaba las unidades militares y declaraba estado de sitio en toda la zona. Salió gente que estaba escondida, en la clandestinidad, para exigir que entregaran el cadáver y además para que devolvieran las conquistas que nos habían quitado. Finalmente se consiguió que entregaran el cuerpo, hubo una columna enorme de Siglo XX que marchó al cementerio de Llallagua, todo lleno con banderas rojas, con banderas de la IV Internacional ahí, en medio de ese desierto, de los cerros pelados. Eso era el proletariado minero que rendía homenaje a su líder. En La Paz, el Guillermo abandonaba la clandestinidad y daba conferencias de prensa para exigir el esclarecimiento del asesinato, por el que acusaba al gobierno. Todo se les empezó a ir de las manos a los militares, que al final redoblaron la represión pero cada vez se debilitaban más.

Un mes después de haber denunciado a los asesinos de César, detuvieron a Isaac Camacho y lo encerraron en el Panóptico Nacional, en La Paz, pero pronto tuvieron que liberarlo por la presión popular. Pero justo dos años después del asesinato de César, el 29 de julio de 1967, lo secuestraron al Isaac y nunca se volvió a saber de él. Hasta hoy está desaparecido, aunque nos dijeron que le torturaron hasta matarlo. Un mes antes había sido la masacre de San Juan, pero otro día te contaré de eso.

¿Qué pasó con los asesinos de César? Zacarías Plaza, que también dirigió la masacre de San Juan, fue muerto a tiros en 1970. También por esos días, el Próspero Rojas apareció degollado. Aquello de que íbamos a tomar venganza no iba a ser una amenaza en vano… qué carajos, oie.

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Por Alejandro Guerrero (guerrerodelPO)

—Cuéntame de tu ciudad ¿Morón era?

—Morón, sí.

La cara de Tina recibía como un brillito de alguna parte cuando sentía curiosidad por algo.

¿Qué decirle de Morón? Siempre se puede sacar el manual, contarle que Juan de Garay echó a los querandíes que vivían ahí y le regaló a su gente tierras para cultivo y ganadería en los alrededores del río De las Conchas, al que después le pusieron un nombre más decente: Reconquista. O que no se sabe bien por qué se llama así. Unos dicen que fue por un montecito, un morón, que se había elegido para instalar un fortín del que no se tienen noticias. Otros creen que fue porque los primeros pobladores eran de Morón de la Frontera, pero lo más seguro es que haya sido por el capitán Diego de Morón, que puso el primer molino en la zona y llevó prosperidad. Igual, no siempre se llamó así. Durante todo el siglo XVII se lo conoció con el nombre de Cañada de Juan Ruiz, por el hijo de un capitán de Garay que tuvo tierras al este del arroyo Morón. ¿Que cómo sé todo eso? De puro enfermo, nomás.

Tiene una basílica ¿sabes? La construyeron en la década de 1860 o por ahí. El primer caserío se levantó alrededor de una capilla primitiva. Morón era lugar de partida para viajes largos, por eso pusieron ahí una virgen que se llama del Buen Viaje y la gente le rezaba antes de largarse al camino. Las diligencias y los carruajes que iban a Chile y al Alto Perú pasaban por ahí, de ahí salía el Camino Real, que después fue Rivadavia. Salía del pueblito de Morón y más al oeste vadeaba el río De las Conchas por un lugar al que se llamó Paso del Rey, y así se llama todavía. Morón empezaba en el pueblo de Flores y llegaba hasta el fortín de Lobos, en la frontera con el indio.

¿Sabes? En jurisdicción de Morón empezó y terminó Juan Manuel de Rosas. Llegó al gobierno en 1829, después de ganarle una batalla histórica a Juan Lavalle, en Puente Márquez, partido de Morón. Y 33 años después, en 1852, también en el partido de Morón pero en el Palomar de Caseros, perdió la batalla que lo derrocó y tuvo que escaparse a Inglaterra. Unos años después llegaba el tren a Morón.

Claro que es barrio proletario. Las grandes fábricas empezaron a instalarse ahí en la década de 1920, pero hicieron explosión entre 1930 y 1940. Una fue la textil Alfa, donde trabajó mi madre, y otra La Cantábrica, una metalúrgica, donde laburó mi viejo. Cuando yo nací ya era municipio fabril desde hacía rato. Fábricas y quintas había. Sí, Tina, las quintas o chacras son pequeñas propiedades rurales ¿Campesinos? Algo así, llámales como quieras.

También fue y es barrio ferroviario, y se sintió mucho la huelga ferroviaria de diciembre de 1950 y enero del 51. Y más la sintió mi viejo, que quedó muy marcado en ese quilombo.

Sí, fue durante el primer gobierno de Perón, y la reprimieron a lo bruto. Pedían aumento salarial. El sindicato, la Unión Ferroviaria, desconoció la huelga, y Perón la declaró ilegal. También la central obrera, la CGT, intervino en contra de los huelguistas. La doblegaron a la fuerza. En enero del 51, Perón militarizó a los huelguistas, los hizo juzgar en tribunales militares. Hubo centenares de obreros presos y dos mil despedidos. Antes de eso, una manifestación grande de ferroviarios había marchado al sindicato, para pedirles a los dirigentes que se hicieran cargo del reclamo, pero cuando llegaron los apaleó la policía. En algunas revistas salían fotos de los dirigentes de la huelga, decían que eran activistas comunistas, enemigos del país, saboteadores, qué sé yo. Eran de un comité de huelga que se había formado. Es que ya se empezaba a sentir la crisis del 51, se acababan las vacas gordas y el gobierno ajustaba para abajo. Primero habían negociado. La huelga empezó en noviembre del 50 y casi enseguida la Secretaría de Transportes arregló, llegó a un acuerdo para que la gente volviera al trabajo. Les dieron el aumento. Pero en la primera semana de diciembre el gobierno desconoció el acuerdo, Perón echó al secretario de Transportes, que era un militar, la Unión Ferroviaria intervino las seccionales que habían parado y despidieron como a dos mil. Ahí se pudrió, empezó una huelga tremenda que terminó muy mal. Al final hubo 300 obreros condenados por tribunales militares. Les aplicaron el Código de Justicia Militar. Una represión feroz.

Sí, pues, eso fue antes de que yo naciera. Pero ya había nacido, aunque era muy chico, cuando a mi padre lo sacó la policía de mi casa, a patadas y por la noche, cuando el gobierno de Frondizi aplicó el plan Conintes. Conmoción interna del Estado o algo así quería decir la sigla. Era una cantidad de decretos y resoluciones que ni siquiera se podían conocer, eran secretos y suspendían las garantías constitucionales. Podían detener personas sin orden judicial y juzgar civiles en tribunales militares, como había hecho Perón con los ferroviarios. Se ponían zonas enteras del país bajo jurisdicción militar y subordinaban las policías provinciales y la Policía Federal al mando de las fuerzas armadas. Claro que era todo inconstitucional, pero la Corte Suprema dictó una acordada que convalidó todo, como siempre había hecho en cada golpe militar. Claro, el Conintes era un golpe dentro del golpe, le daba un marco legal a la dictadura que había empezado en el 55, cuando echaron a Perón. Detuvieron miles, oye, y hubo torturas a granel. A mi padre lo tenían señalado desde la huelga ferroviaria y una noche se lo llevaron. No recuerdo, yo tendría cuatro o cinco años. Mi casa era una de gritos y llantos. Después lo pasamos mal, porque a mi padre le costaba mucho conseguir trabajo. Estaba enfermo, además. Pero siempre nos arreglamos… Mira, el gobernador de la provincia de Buenos Aires, el que aplicó el Conintes en la provincia, fue Oscar Alende, un radical que después se hacía el izquierdista. Por él mi padre rompió con los estalinistas, porque el PC lo llevó a ese Alende de candidato presidencial en el 73.

Jaja, claro que tuve una novia de preadolescente, como casi todo el mundo. Mirta, se llamaba, fue compañera de primer año de la secundaria. Durante años recordé su teléfono, aunque nunca volví a usarlo. Después nos mudamos, muchas veces nos mudamos, cambié de colegio, la perdí… A los 13 años tienes a pleno la fantasía del amor sin límites ¿has visto? Sí, hay quienes no la pierden. Esa fantasía del amor sin límites, un absurdo, puede darle una arista trágica al amor real. El animal fantástico, el que no puede existir, hace parecer mediocre al animal verdadero.

No querías decirle a Tina que tantas veces terminarías amando a Lilith, al ángel caído, cuya sucesora, la digna Eva, hizo que dejaras de ser una bestia al desobedecer al dios despótico, al tirano cobarde que no te permitía saber ni siquiera que estabas desnudo, como los animales no lo saben. Como diría Anaïs Nin, todas las mujeres pueden fundirse en una, todas podrían ser Lilith (¿sería Lilith aquella serpiente gloriosa que le mostró a Eva el camino hacia la humanidad?).

Tampoco querías decirle a Tina que solo entenderías el amor casi infantil por Mirta con el transcurso del tiempo, cuando ella ya era un recuerdo lejano, brumoso. Sabrías entonces que no se trataba tanto de aquella niña como de esa fantasía de amar sin límites, del amor trágico que puede presentarse con la forma magnífica de la prosa de Shakespeare o en la telenovela de las dos de la tarde, pero siempre irreal. Es, después de todo, otro fenómeno histórico. Romeo y Julieta, o la tragedia de Otelo, son novelas del siglo XVI, ese tipo de relación amorosa es reciente, moderna. En la vieja Roma esos dramones habrían resultado ridículos, relaciones así eran impensables. Pero no hay caso, estamos socialmente condicionados. Hay que tener un loco amor adolescente, bien, lo tuviste, por suerte sin el desencuentro del final ni el veneno ni el puñal.

Después de todo, lo más interesante de aquella historia no eran los mocosos esos sino la decadencia de los Montesco y los Capuleto, dos familias señoriales que van camino a la ruina, avasalladas por un mundo nuevo que ellos desconocían.

Aquí también tenemos nuestros Romeo y Julieta, dijo Tina de pronto. Huayru y Sara son ellos. Dicen que vivían en Collana, donde ahora es la provincia de Aroma, del departamento La Paz. Huayru era del ayllu de Chayantas, que combatía con hondas, y Sara del ayllu de Charcas, que peleaba con lanzas. Los dos ayllus se habían unido para defender sus tierras de los españoles. El día de la batalla, Sara le llevó a Huayru las piedras para la honda, como hacían con sus esposos todas las mujeres que no tenían hijos. A la noche, los ayllus habían ganado la batalla, y vino entonces la tragedia. Por un descuido, uno de Charcas mató con su lanza a Sara, que murió en brazos de Huayru. Los dos ayllus se declararon entonces la guerra y combatieron entre sí, peor que los Montesco y los Capuleto. Pero los combates cesaron y volvió la paz cuando Huayru, que había llorado toda una noche sobre la tumba de Sara y la había regado con sus lágrimas, vio que había crecido en ella una planta desconocida, que se extendía por todo el terreno y era del mismo color verdoso de los ojos de Sara. Alrededor de las hojas crecían cabellos como los de la muchacha y el jugo de sus frutos era dulce como los besos de ella y amargo como las lágrimas de Huayru.

Esa planta era el maíz, es la leyenda del maíz.

No se trataba, simplemente, de una leyenda de amor. El incario conocía un solo cereal, pero el mejor de todos, el maíz. El inca había sojuzgado a infinidad de pueblos, la clase dominante tenía allí la forma de casta religiosa, como en el antiguo Egipto, pero finalmente la guerra civil estalló dentro de la propia casta. Huascar y Atahualpa, medio hermanos, lanzaron sus ejércitos el uno contra el otro. Venció Atahualpa, pero solo para morir él mismo muy poco después a manos del conquistador Francisco Pizarro. Aquella guerra de los ayllus de la leyenda de Huayru y Sara no dejaba de ser un símbolo, no solo del amor perdido, como en la Verona de los Montesco y los Capuleto, sino de las condiciones que habían hecho posible el mayor genocidio de la historia humana.

—Oye, Tina.

—Dime.

—Hagamos honor a Romeo y Julieta, y a Huayru y a Sara. Vamos a dormir juntos, pues.

Chaupiñamca (Capítulo II)

Publicado: junio 12, 2014 en Crónicas, Ensayos
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Yawar Uthurunkus (“sangre de tigres”) será un relato, novelado, sobre una experiencia militante (y de vida) en Bolivia y en la Argentina. Se publica por capítulos, los jueves. Publicamos el segundo capítulo, «Chaupiñamca”.

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Por Alejandro Guerrero

Ese 25 de diciembre de 1985, cerca del mediodía, el mallku Qalamana, recién llegado, con Quispe y otros dos kurakas de la zona y el trío de La Paz, recorrían parte de ese valle que en otros tiempos había sido monte y ahora era tierra labrantía. Qalamana significa “el que resiste a los vendavales”, “el que no se rinde”. Quispe explicaba lo que se veía a simple vista.

—No queda monte abajo de los 2 mil metros, compañeros, todo ha sido charqueado para sembrar. Incluso más arriba hay desmonte, aunque no para la coca. La coca no se da arriba de los 2 mil metros.

Pablo levantó la vista hacia la montaña. Sí, el monte allá arriba también empezaba a ralear, corrido por las terrazas con sembrados de maíz, maní o walusa, un tubérculo parecido a la papa o a la yuca pero más dulzón. Que nadie me vuelva a contar el cuento de la armonía de los indios estos con la naturaleza, pensó Pablo, y sonrió. No se iba a salvar el monte de la voracidad del mercado. La armonía de la naturaleza y las necesidades de los campesinos no se llevan bien.

—Hasta hace unos años —sigue Quispe— no había tanta coca. Más se plantaba el cítrico, pero después ya no porque las colonias tienen mejor precio. Cuando la coca estaba barata y el café caro, plantábamos café. Ahora es al revés, el café sube un día y baja al otro, no sabemos por qué, pero la coca se mantiene bien.

Y allá iba a hacer su trabajo la lanka chonta, esa picota pequeña que tiene un pico de un lado y, al otro, una hoja triangular. Arma temible, con ella se limpia el monte de raíces después de charquear a machetazos arbustos y pajonales y de cortar con hacha y sierras los árboles menores, que después, trozados, se hacen leña.

Al terminar diciembre, ese trabajo ya estaba terminado. Ya se había quemado la vegetación cortada, siempre al atardecer, cuando no hay viento, para que el fuego no salte a los chumes, al monte bajo, a las malas hierbas. Eso hay que hacerlo antes de la temporada de lluvias, antes de que llegue noviembre con sus aguaceros. Hay que aprovechar la seca, entre julio y setiembre, cuando los restos del desmonte se secan pronto.

Con las primeras lluvias hay que empezar la cavada, con los chubascos tempranos de agosto que empiezan a ablandar la tierra endurecida por la seca. Se hacen surcos de 50 centímetros con picota y waiwa, un rastrillo de tres puntas, en ángulo recto respecto del mango. Hay que sacar piedras y raíces, detener los avances del monte, arreglar cuentas a fuerza de hachazos con algún árbol que se animó a crecer.

En diciembre, ya no. En diciembre, las lluvias hicieron del terreno un barrial. Es la hora de sembrar. La tierra está lista para hacer que prospere la hoja sagrada, la que hace tres mil años ya sembraban y consumían los indios del Perú.

A la hora del almuerzo, Qalamana pregunta:

—¿Nos han traído el material? ¿Nos enseñarán a usarlo?

—Por supuesto —contestó Pablo. Pero, compañero, como le hemos dicho a Quispe en La Paz, estamos en la obligación de presentarle algunas consideraciones políticas. Usted no podrá parar a los Rangers a puro bombazo.

—Conocemos cada senda del monte, pues.

—Ellos también. Y si usted les anula todas las sendas, abrirán otras. Pero supongamos que se los puede parar. Es posible detenerles una columna, hasta aniquilarla. Claro que es posible ¿Y después? Después le enviarán helicópteros artillados o los Pucará que le han comprado a la Argentina. Supongamos que ustedes aguantan eso también, porque después de todo en algún momento tendrán que venirse por tierra. Tarde o temprano ganarán ellos si ustedes están aislados, compañero.

—¿Y entonces?

—Entonces la cosa no se decidirá tanto acá, sino en las ciudades. Ahí se deberá sacar una movilización grande, que confluya con los estudiantes, con los fabriles, con la COB. Y sobre todo deben dirigirse ustedes a los sindicatos mineros. El asunto es político antes que militar. Si tenemos esa movilización, la respuesta militar que ustedes den será de utilidad. Si no, no.

—Esos burócratas de la COB poco caso nos han hecho.

—Hay que forzarlos. Ustedes saben que pueden contar con la Federación Universitaria, con la Federación de Maestros, con varios sindicatos fabriles. Pero hace falta mucha presencia de ustedes allá, mucha propaganda, mucha agitación.

Por ahí discurría la discusión, pero no solo a discutir habían ido los tres paceños (el porteño, a su modo, ya también lo era).

Finalmente, alguien dijo:

—Cuando para la lluvia, hacemos una recorrida…

Y allá fueron, cuando la lluvia no había parado del todo, a ver los senderos que viboreaban entre la selva para llegar a los claros y bajar a los valles, a las plantaciones.

—Con vehículos semipesados, únicamente pueden entrar por donde nosotros hemos venido —observó Pablo. Ese es el camino que en caso de necesidad debe cerrarse.

El Ardilla y Tina asintieron.

El grupo volvió hacia el caserío.

Las casas, todas las casas, miraban hacia oriente, hacia la cordillera Real, hacia los achachilas, esos ancianos sagrados de los Andes eternos, los grandes mallkus, los dioses de las alturas. El Illimani, Illampu, Murata Sajama, Huaina Potosí, Thunapa, Tata Sabaya, Ollgue, Licancabur. Las casas y los cultos miran a oriente porque de allí viene la vida, porque allí nacen las aguas que los achachilas proveen con los deshielos, allí residen los mallkus, los espíritus de la montaña, fuentes de la vida. El cóndor representa a los mallkus y son mallkus, como Qalamana, los jefes de las markas, de los pueblos, y es el Jacha Mallku el supremo jefe militar, civil y religioso, porque “mallku” designa la cumbre geográfica pero, sobre todo, denomina una jerarquía religiosa, social y política.

Los achachilas y los mallkus están en el oriente. Al occidente van a morir las aguas, allí el agua muere de sed en Atacama, en el desierto. Alguna leyenda dice que hacia occidente se fue Wiraqucha después de crear la vida, pero el mallku Qalamana dice que no, que Wiraqucha no creó la vida porque la vida no puede crearse, que los cristianos han querido robarse a Wiraqucha para hacer de él un dios creador, omnipotente, un dios único y verdadero como el dios de los conquistadores. Una trampa, para meter de contrabando la deidad invasora. Wiraqucha es uno pero es varios, es el nombre de un puñado de héroes del pueblo aymara, y es Pachayachachic, dios de la sabiduría, y es origen y es principio en Ticci, y es el héroe de todos en Condici.

—También a la Pachamama se la han querido robar —sigue Qalamana, que es el mallku de la aldea, de la marka, y también es su yatiri, el sabio, el filósofo.

Los conquistadores tradujeron Pachamama por “madre tierra”, y trataron de asimilar su mito al mito de María. Pero “pacha”, el primero de los vocablos que integran la palabra compuesta, no significa tierra en el sentido físico. Es la palabra “uraqi” la que da nombre a la tierra física. Pacha es tierra, sí, pero en el sentido del espacio, del tiempo, vinculada con la fertilidad, la protección, los alimentos. La Pachamama es una categoría cósmica que establece determinados vínculos de correspondencia y reciprocidad con el pueblo aymara. La religiosidad aymara vive en cada paso, la vida toda tiene un sentido mágico-religioso y hasta las piedras son morada de dioses. Cuando el imperio del Inca se expandió a costas de la nación aymara, poco antes de la llegada de los conquistadores que aplastarían a ambos, el incario venció a los aymaras pero, como siempre sucede cuando una cultura inferior se impone militarmente a una superior, la cultura superior absorbe la de sus vencedores. La Pachamama, derrotada en los campos de batalla, se incorporó luego a la cosmogonía de los incas y convivió con su vencedor, Inti, el dios del sol. Más tarde, la Pachamama sobreviviría mejor que Inti a la conquista del español.

Y allá, en los Yungas, los aymaras le siguen rindiendo culto con el rito de la wilancha, cuando el pueblo le ofrenda a la Pachamama sus llamas escogidas y el yatiri esparce la sangre de los animales por la tierra, hacia los puntos cardinales, mientras corren el alcohol y la coca y son invocados los dioses de la vida, como Wari, la deidad de los ganados, que cuida los rebaños, o Waira, el dios de los vientos que trae la lluvia para la siembra y aleja el granizo. Para que se aleje Sajra, la representación de los dioses malignos, de los dioses que deben ser temidos.

Y ahí estaban Pablo, Ardilla, Tina, Qalamana y el resto de nuevo en las casas. Ahora sí, era el momento de sacar de la Gladiator los elementos traídos desde La Paz, de mostrar para qué servían. El machismo de los mallkus y los yatiris tendrá que guardarse, porque es Tina la que explica.

—Estos gránulos blancos son el nitrato de amonio. Se consigue fácil, ustedes saben, porque se usa de fertilizante. Es muy explosivo si se lo combina con un combustible pesado, como el fueloil que ustedes usan. Si se mezcla también con TNT, con dinamita, y con polvo de aluminio, se forma el amonal. Eso es mucho más explosivo. Hemos traído unos cachorros de dinamita, también se consigue fácil, pero el aluminio es más complicado. No importa, con lo que tenemos nos alcanzará de sobra, compañeros. Vamos a anotar, pues, nuestra receta de cocina.

Aquellos indios duros miraban con un tanto de sorpresa a esa chiquilina paceña que les estaba enseñando cómo volar medio monte por los aires.

—Ponemos el nitrato en una lata de un litro, como las de leche en polvo. Así, pues ¿lo han visto? Y aquí tenemos el detonador eléctrico, con su cable-mecha. El nitrato y la dinamita son muy poco sensibles, no explotan así nomás, pero igual lo almacenarán todito con mucho cuidado ¿iá?

Tina perforó por un extremo un pequeño trozo de dinamita, de los llamados “cachorros”, y le introdujo el detonador. Lo apretó en la dinamita y lo colocó en la lata llena de amonio.

—Ahora hacemos en la tapa de la lata una perforación pequeña, solo lo suficiente para que pase el cable. Así, pues, así. Y tapamos la lata. Ahora metemos la lata en un bidón de diez litros ¿iá? Luego, compañeros, llenamos el bidón de diez litros con fueloil y lo taparemos. Con la tapa del bidón haremos lo mismo que con la de la lata pequeña: una perforación para que pase el cable, y cerramos.

Tina armó cinco de aquellos latones con nitrato de amonio, un cachorro de dinamita con su detonador y los diez litros de gas oil.

—Vamos a probarlo, pues.

Los cinco latones se acomodaron en la caja de una camioneta y allá fueron, por donde el barrial lo permitía, hacia el confín de la tierra a punto de recibir la siembra, hasta el límite con el monte.

—Hay que cavar un metro —explica Tina. Así quedan 40 o 50 centímetros de tierra por encima de las latas.

Cuando los cinco latones estuvieron enterrados, Tina conectó los cables de todos ellos de modo de hacerlos solo uno. En el extremo del cable, de unos cincuenta metros, instaló una pincita metálica, dos polos de electricidad.

—Ya está listo, compañeros. Para producir la explosión solo tienen que conectar los polos con una pila común, de las que usan para la radio. De estas ¿ven?

A medio centenar de metros del lugar donde había sido enterrado el “chancho”, Tina ordenó a todos ponerse en cuclillas.

—Acá va.

Colocó la pila donde correspondía y cerró la pincita de los polos.

El estruendo fue sordo, apagado, imponente. La tierra se levantó como si un puño enorme la hubiese golpeado desde abajo. Cuando el barro que había volado por el aire se asentó otra vez, ahí había quedado un agujero de cinco metros de diámetro y dos y medio de profundidad.

Tina, con tono exultante, con esa pequeña euforia que desplegaba en esos casos, gritó:

—¡Toma, mierda, gran puta! ¡Acá paras un tanque, qué carajos!

Qalamana se le acercó a Tina y le puso las manos en los hombros. Estaba conmovido, lacrimoso, lo que no es común en un mallku. Solo le dijo:

—Compañera, Chaupiñamca.

Tina jamás pensó, seguramente, que sería diosa en una marka aymara de Yungas.

Chaupiñamca, deidad del incario incorporada a los ritos aymaras, era la diosa de la sexualidad femenina, de la fertilidad, y luego de la conquista lo fue también de la resistencia al invasor. Hija de Inti, ella reside en los valles fértiles después de encontrar satisfacción sexual con los dioses de la montaña. En las fiestas en su honor, la Chauscoma, baila el casayaco y disfruta de la desnudez de los hombres que danzan para ella. Con ese baile comienza la maduración del mundo.

Al volver en la camioneta hacia el caserío, cuando ya anochecía, el silencio del valle y de los hombres, la visión de ese monte mágico que buscaba la altura, le dieron a Pablo una certeza que le pareció locura: Qalamana, con las manos sobre los hombros de Tina y la vista puesta en los ojos de la muchacha, la había reconocido y la había nombrado.

En el claro donde estaban las casas, todo era silencio y vaciedad pero todo estaba dispuesto para lo que vendría. Las llamas ornamentadas, la chicha, la carne asada, más chicha. Y empezaron a llegar. Pablo nunca supo de dónde, pero empezaron a llegar. Decenas, centenares tal vez. Hombres y mujeres salidos de la selva para la Chauscoma, para celebrar a Tina, a la Chaupiñampa que había regresado al valle desde las alturas donde se encontraba con Runacoto. La ceremonia prohibida en diciembre, porque los ritos a la Chaupiñampa debían hacerse en junio, en Corpus Christi, para hacerlos cristianos, para que la Chaupi fuera, también ella, una diosa vencida, sometida, doblegada, para que abandonara el pene enorme de Runacoto con el que llenaba de fertilidad los valles y se prostituyera con los santos invasores.

Pero esta noche era la vigesimosexta de diciembre. Esta noche la Chauscoma es un rito prohibido, un rito que se hace porque la Chaupiñampa está acá, porque ahora es la diosa de la rebeldía, la que resiste al invasor y trae las bombas para parar a los Rangers. Y hay bailes y cantos, que retumben los tinyas, que su sonar de tambores trepe a buscar a Runacoto, que se dejen oír las quenas y los huaiños para desenterrar la rumihuaca que los cristianos enterraron. Que se riegue hacia los puntos cardinales y se beba la sangre de las llamas ornamentadas. Y con los que llegan de no se sabe qué parte del monte vienen sus muertos, como en los viejos tiempos los muertos celebran con los vivos y toman chicha y akullikan la hoja dulce, ofrendan sus oraciones y sus cantos para que lleguen los huacas, para dar la bienvenida al Inkari, para adorar al toro huaca y al carnero huaca. Y resuena el canto de huancay cocha porque la tierra madura, porque Chaupiñamca hace que la tierra se moje, que se empape como su sexo cuando recibe a Runacoto para que prosperen las semillas de la hoja sagrada. La chicha aturde y embota a Pablo, pero ve con claridad, brillante bajo esa luna de aquelarre aymara a la piedra de cinco alas, a la huarnihuaca, y es Tina, o Chaupiñamca, extasiada ante los hombres que danzan desnudos para ella, ante el takiskanta orgiástico que le dedica la marka de los aymaras de los yungas bajos. Y Chaupiñamca, que había sido Tina para bajar clandestina y ser diosa prohibida, bailaba desnuda con Runacoto y con muertos antiguos que habían venido a verla.

Una luz apagada, de color indefinido, bajaba del monte cuando Pablo se perdió en las brumas de la chicha.

Chaupiñamca, compañera.

juna carlos

Por Horacio Vázquez Beltrán

Mire, Parodi, eso de que abdicó el rey de España no es cosa que pueda decirse así como así en Cataluña o en el País Vasco. A mí mismo me pasó, cuando una vez, en Bilbao, le tiré una chicana suave a un vasco por no me acuerdo qué gansada que había dicho este Juan Carlos ¡Para qué, Parodi! El vasco levantó la pera y me dijo, recaliente: “¡Me cago en la leche y en el rey de España! ¡Que se arreglen los españoles con su puto rey!”.

Sabe qué pasa, Parodi. España en sí misma es una entelequia, un montón de nacionalidades oprimidas por el mismo Estado, pero no una nación. Y el símbolo de la unidad nacional, es decir de la opresión, el estandarte de los opresores, es ese monigote medieval que tienen en La Zarzuela.

Yo no sabía un soto de la familia real española, o sabía lo que sabe cualquiera que lee los diarios, pero me encontré con este Borbón mal parido de la manera menos pensada, cuando investigaba a la Triple A ¿Que qué tiene que ver? Le pido que no me apure, porque la cosa tiene sus complicaciones. Espere, a ver…

—¡Traeme un cortado en jarrito y una media de manteca!

Es criminal esto de que no se pueda fumar un cigarrillo mientras te tomás un café, che. Bueh ¿por dónde iba? Ah, sí, el Borbón este y la Triple A.

¿Se acuerda de la revista Pistas, policial, la que dirigía el Turco Sdrech? Claro, hombre, debe haber sido la mejor revista policial que salió en este país. Teníamos un equipo de investigadores de la puta madre. Habrá sido por el 2000, no me acuerdo bien el año, que empezamos a investigar un caso raro en Los Toldos… El pueblo de Eva Perón, sí… apareció ahí una secta extrañísima, con mucha guita. En fin, no importa la secta… ¡Espere un poco, che, no me desarme el relato, carajo! Cuando yo investigaba eso hablé con un rati de la Federal que también estaba siguiendo el asunto. Nos encontrábamos en la oficina de él, en un edificio de la cana en la calle Moreno, enfrente del Departamento. En un momento, le dije que ese grupo de Los Toldos me olía a cosa parecida a la secta Anael, aquella en la que estaba López Rega. Y Anael tuvo su parte en la Triple A.

En ese punto, el rati me dice:

—A los de la Triple A déjelos tranquilos, Vázquez Beltrán. No los haga enojar al pedo, que siguen ahí enfrente.

Y cabeceó para el lado del Departamento.

Eso me hizo picar la curiosidad ¿cómo que siguen ahí enfrente, si habían pasado 25 años?

El Turco me dijo, husmeá un poco, a ver si aparece algo.

Como aparecer, en el Departamento no apareció gran cosa, pero sí en España y bien cerquita de este hijo de puta que acaba de renunciar ¿qué tal?

Y el hilo que va de la Triple A hasta la casa real española, o por lo menos hasta su entorno, con crímenes cometidos allá por cuenta de la gente de don Juan Carlos, fue Rodolfo Almirón.

¿Sabe, Parodi? La estructura inicial de la Triple A se organizó con cuadros de la Policía Federal. Varios de esos habían sido expulsados de la fuerza y reincorporados por el gobierno de Perón a partir del 73. Esa estructura se dividió en ocho grupos conducidos por Almirón, José Miguel Tarquini, Rubén Escobar, Edwin Farquarsohn y otros dos de apellidos López y Pasucci. Además, claro, de Miguel Ángel Rovira, oficial de la PFA y ex ametralladorista del comisario Evaristo Meneses. De ese Meneses, si quiere, un día conversamos porque merece tratarse aparte ¿Sabe que Rovira, hasta hace muy poco, fue jefe de seguridad de Metrovías? Tuvieron que echarlo por el quilombo que armaron los laburantes del subte y la agrupación Hijos. Le escracharon no sé cuántas veces la casa a Rovira, en Devoto, hasta que se mudó a Barracas. Y ahí estuvo hasta que lo encanaron. Pero volvamos a Almirón, que es el que nos interesa ahora.

A Almirón le habían dado la baja porque andaba con bandas de contrabandistas, narcotraficantes y choros, aunque nunca dejó de trabajar para la Federal. Mire, cuando en el 75, después de la huelga de junio y julio, se les pudrió todo y López Rega tuvo que salir de raje, Almirón se fue con él. Almirón y su suegro, Juan Ramón Morales, otro pájaro importante de la Triple A; cuando se tuvo que rajar, le decía, Almirón todavía estaba procesado por el homicidio de un teniente de la marina yanqui. Earl Davies se llamaba el finado, otro mafieta ¿vio? Por algún ajuste de cuentas lo habían puesto de dos cuetazos en el cabaré Reviens, en Olivos, en 1964. Al final, de esa muerte se hizo cargo otro, a cambio de guita, pero zafó con una condena en suspenso.

En algún momento, Almirón y su suegro habían sido socios de la banda del Loco Prieto, que se dedicaba al choreo, asesinatos por encargo, contrabando y puteros, hasta que Meneses lo detuvo al Loco, él solo, en un fondín de la calle Ecuador. Meneses fue solo porque sabía que Prieto estaba protegido por la policía. Después, a Prieto lo mataron en la cárcel por buchón. Lo quemaron vivo… después de eso, la banda del Loco no solo se dispersó; además, casi todos los que la integraban fueron acribillados a tiros, algunos con más de 50 balazos, una modalidad que después iba a usar la Triple A. El asunto fue que no quedó vivo nadie que pudiera comprometer a Almirón en un juzgado ¿vio?

No se conoce bien cuántos crímenes cometió ese tipo, pero en el expediente de la Triple A aparece probado que su grupo fue el que asesinó al cura Carlos Mugica y al diputado Ortega Peña. También está acusado del asesinato de Julio Troxler, un sobreviviente de los fusilamientos de José León Suárez en el 56 y que fue subjefe de la policía de la provincia cuando el gobernador era Oscar Bidegain, en el 73. Era militante del Peronismo de Base, Troxler.

Pero ahora vamos al asunto que más nos interesa de esta historia. Algunos de los que se rajaron con López Rega volvieron después, en el 76, y se integraron a los grupos de tareas de los milicos. Almirón no, Almirón encontró laburo en España. La historia del tipo allá quedó perdida, hasta que la revista Cambio 16 lo descubrió y le publicó el prontuario.

Y aquí aparece Juan Carlos Borbón.

Mire, vamos a dejar un ratito a Almirón para hablar de este tipo. Los ecologistas y los protectores de bichos se horrorizan porque fue a matar elefantes ¿vio? ¡mamita! ¡si solo hubieran sido elefantes!

¿Usté sabe que hasta se cargó a un hermano el Juan Carlos este? Sí, lo boleteó de un tiro, un hermano menor, Alfonso se llamaba. Espere, Parodi, espere…

Mire, vamos desde el principio. Este Borbón nació en Italia, en el 38. Lo bautizó el cardenal Eugenio Pacelli, que después fue Pío XII, nazi de mierda. Ya tenía diez años cuando pisó España por primera vez ¿Que qué hacía en Italia? Era nieto, por línea paterna, de Alfonso XIII, al que los republicanos lo sacaron cagando en el 31 y se tuvo que exiliar. Por eso la familia estaba en Roma. El padre de Juan Carlos era Juan de Borbón, el sucesor de la corona, pero ya va a ver qué bolonqui hubo ahí.

En el 48, Juan de Borbón y Franco llegaron a un acuerdo para que los príncipes, Juan Carlos y Alfonso, se mudaran a España y estudiaran ahí. Así fue que este que ahora abdica estuvo en tres academias militares.

La cosa fue así. El 29 de marzo de 1956, semana santa, en el palacio de Estoril donde vivían, Juan Carlos le pegó un tiro al hermano, a Alfonso, y lo mató. Lo hicieron pasar por accidente, por supuesto nunca se investigó nada. A esa altura ya había una interna familiar feroz por la sucesión, así que el tío Jaime de Borbón, conde de Barcelona, pidió que se investigara el homicidio de Alfonso, pero no le dieron bola y España jamás volvió a hablar del asunto ¿qué tal? Eso sí que es tener un muerto en el ropero ¿no le parece, Parodi?

Las cosas de la familia se terminaron de pudrir en el 66. El 5 de marzo fue, cuando se cumplieron 25 años de la muerte de Alfonso XIII. Ese día se reunió el consejo privado de Juan de Borbón para conmemorar la fecha, pero en verdad iba a ser un acto de reafirmación de los derechos del viejo a ser rey. Juan Carlos, que ya estaba casado con la griega Sofía, no fue. Y todos dicen que la mina lo convenció para que no fuera y empezara la batalla para quedarse con el trono. Quería ser reina la turra. Juan de Borbón consideró que su hijo había roto la unidad dinástica, y estuvieron años sin dirigirse la palabra. Menos mal que el palacio es grande, Parodi… si no, no quiera saber lo que habrían sido los desayunos ahí.

En el 69, Franco se cagó en el viejo Juan y lo nombró sucesor a Juan Carlos. Se hizo una ceremonia y el tipo juró ante las Cortes guardar y hacer guardar “los principios fundamentales del reino y del Movimiento Nacional”. Es decir del franquismo, del fascismo.

Mire lo que tengo acá ¿a ver? Son declaraciones de Juan Carlos, en una entrevista con la televisión francesa. Lea lo que dijo: “El generalísimo Franco es una figura decisiva, históricamente y políticamente, para España. Él es uno de los que nos sacó y resolvió nuestra crisis de 1936. Después de esto, él actuó políticamente para sacarnos de la Segunda Guerra Mundial. Y por esto, durante los últimos treinta años, él ha sentado las bases para el desarrollo de hoy día (…) para mí es un ejemplo viviente, día a día, por su desempeño patriótico al servicio de España y, por esto, yo tengo por él un gran afecto y admiración”. Para que no quedaran dudas ¿eh, Parodi?

¿Que si me olvidé de Almirón? No me joda, Parodi, aguante un poco y siga el relato, che.

En el 75, cuando murió Franco y este tipo fue rey, volvió a jurar por los principios del franquismo, pero era un imposible. Ese país ya era un quilombo, ma qué franquismo. El Borbón, vivo, se adaptó a la transición. Mientras tanto, los despelotes familiares siguieron. Fíjese, Parodi, que el viejo Juan recién renunció a sus derechos a la corona dos años después, en 1977.

Ahora le voy a dar el gusto, porque la asunción de Juan Carlos estuvo llena de luchas internas, de conspiraciones políticas y de crímenes, y ahí aparece Almirón.

Apenas llegado a España, Almirón se puso a trabajar para los franquistas. Aprovechó para eso los viejos contactos de Perón con Franco, que dicho sea de paso le arrimó al general el primer esquema sobre una organización del tipo Triple A. A Almirón, como era argentino, los gallegos le decían “el Pibe”.

Bueh… cuando murió Franco empezó una pelea durísima, feroz, entre la derecha más dura y los franquistas “moderados” ¿vio? Los moderados eran los del Partido Carlista. Se llamaban así porque querían llevar al trono al infante Carlos Hugo en vez de Juan Carlos. Querían desconocer la orden de Franco. Y sí, Parodi, terminó a balazos eso.

En España, Almirón tampoco se equivocó. Se vinculó con lo peor de lo peor: la extrema derecha reunida en el diario El Alcázar. Ahí estaban los restos de la Falange que había fundado José Antonio Primo de Rivera poco antes de la Guerra Civil, la Nueva Fuerza, de Blas Piñar, y un grupo chico pero más extremista y más activo que los otros: los Guerrilleros de Cristo Rey. Esos, por cuenta de los que defendían la coronación de Juan Carlos, emboscaron, con Almirón a la cabeza, a un grupo de dirigentes carlistas en la cima de Montejurra, en Navarra, y asesinaron a dos: Aniano Jiménez Santos y Ricardo García Pellejero. Eso fue en mayo de 1976.

Un general español, Guillermo Sáenz de Santamaría, declaró en sede judicial que en aquel crimen, además de Almirón, habían intervenido los mafiosos italianos Stefano Delle Chiae y Augusto Cauchi. A Delle Chiae lo tiene ¿no, Parodi? Fascista italiano, estuvo en el golpe boliviano de 1982, asesinó en la Argentina al general chileno Carlos Prats, qué sé yo, una lista larguísima de crímenes. Era de Avanguardia Nazionale, los que pusieron la bomba en la estación de Bologna y asesinaron a decenas de personas. Amigo y protegido de Perón, dicho sea al pasar. Esa era la gente del rey Juan Carlos ¿qué le parece, Parodi? Joyita de muchacho ¿no? Otra que elefantes…

Después, y hasta que Cambio 16 lo deschavó, Almirón fue jefe de la custodia de Manuel Fraga Iribarne, que había sido ministro de Franco y fue fundador del partido de Mariano Rajoy.

Otra de Juan Carlos. En el 81 hubo un momento jodido en España, parecía que se caía todo cuando fue el golpe de Antonio Tejero, un jefe de la Guardia Civil. El tipo se metió en el parlamento con su gente armada hasta los dientes y secuestró a los diputados y hasta al presidente, Adolfo Suárez, que había ido a dar un informe. Estuvo horas ahí hasta que se rindió, porque no le llegaron los apoyos externos que esperaba. Juan Carlos quedó como un demócrata, porque poco antes de que Tejero se rindiera rechazó el golpe y defendió la Constitución y las instituciones. Cuando Tejero estaba por rendirse ¿me entendió? Pero hace un par de años, sí, en 2012, la revista alemana Der Spiegel publicó un documento desclasificado de la cancillería de su país, donde se informa que aquel día Juan Carlos le había hablado con mucha simpatía de los golpistas al embajador de Alemania, Lothar Lahn ¿se da cuenta, Parodi? El hijo de puta estaba preparando el terreno para conseguirle reconocimiento internacional al gobierno que saliera de la chirinada esa de Tejero. Cuando vio que la cosa fracasaba, se acordó de las instituciones…

No se asombre, Parodi, si el tipo ese fue el gran respaldo que tuvieron Videla y los milicos argentinos en Europa. Cuando los gobiernos europeos ya aislaban a la dictadura porque respaldarla era políticamente insostenible, este Borbón de mierda venía acá y franeleaba con Videla y defendía a la dictadura en todos los foros de Europa.

Y ahora que abdicó porque quedó a la vista de todos que él y su familia son una manga de chorros, corrompidos hasta los huesos, sale la presidenta argentina a decir que “se aleja un amigo”…

Me cago en la leche y en el rey de España, Parodi.

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Puesto que la realidad es única, este artículo combina dos cuestiones en apariencia desvinculadas, que la casualidad reunió en una tarde veraniega de 1909: las aventuras de Jorge Newbery, un conquistador de alturas, con la muy terrena situación de los menores a quienes hoy se llama “en conflicto con la ley” y en aquella época eran “vagos” o “delincuentes”, sin que el cambio de denominación haya influido (más bien al contrario) en la situación de esos niños y jóvenes.

Por Alejandro Guerrero (@guerrerodelPO)

(a Claudia Freidenraij, a quien le prometí esta nota, años ha, en un café de la calle Corrientes)

 

El sábado 17 de octubre de 1908, a las cinco de la tarde, el globo Pampero se elevó de los campos de Tornquist, desde el cruce de la avenida Gutenberg con la calle Pampa. A bordo iban Eduardo Newbery y el sargento Eduardo Romero, encargado del palomar militar. Una hora después, a poca altura, el aeróstato sobrevoló San Miguel.

Contra las ilusiones de los Newbery, la repercusión del viaje en los medios fue escasa. La Nación, por ejemplo, ni siquiera anunció el vuelo y solo el lunes 19, casi perdida en su sección Varias, una nota muy escueta lleva el título “Nueva ascensión del Pampero”. La pequeña nota dice: “Todo hace esperar que los excursionistas habrán realizado su deseo sin mayores tropiezos, no habiéndonos sido posible obtener noticias precisas de su descenso”.

Esas noticias sobre el descenso del Pampero no llegarían jamás. Se supone que malos vientos llevaron al globo hacia el mar y allí se perdió. Entonces sí, durante dos, tres semanas, esa ausencia de noticias hizo explosión en los diarios, en la calle, en los cafés, en todos los corrillos. Casi nadie habló de otra cosa hasta que, como sucede siempre, la falta de novedades hizo que el asunto fuera adelgazando en el centimetraje de los diarios y en las conversaciones callejeras.

Fue una catástrofe que pareció definitiva para la suerte de la aeronavegación argentina al menos durante todo un periodo. El 31 de octubre, Jorge Newbery presentó su renuncia a la presidencia del Aero Club Argentino, porque “la angustiosa incertidumbre por la suerte de mi hermano” le hacía imposible ocuparse de los asuntos de la institución. Newbery le entregó el texto de su renuncia al secretario del Aero Club, Osmán Pérez Freire, y le pidió que la entrega al resto de la directiva.

Pérez Freire no puso esa renuncia a consideración de la comisión, y menos promovió la convocatoria a asamblea extraordinaria como le pedía Newbery. En principio, no había a quién convocar: la dirección del Aero Club no volvió a reunirse después del desastre del Pampero y en la práctica quedó disuelta. En cuanto a los socios del club, sencillamente se esfumaron. Por su parte, Pérez Freire se escapó con los 12 mil pesos que había en caja, y hasta dejó impaga la cuenta del gas consumido por el Pampero en su último viaje. En el campo de Tornquist podían crecer los pastizales.

En esos días, Jorge Newbery anunció su casamiento con Sarah Escalante y de inmediato le escribió a su amigo Aarón de Anchorena, por entonces en París. Es la carta de un hombre cargado de pesadumbre, casi vencido:

“Eduardo ha debido confundirse, seguramente pensó que el viento lo seguía impulsando tierra adentro y solo al amanecer ha visto que se había internado 300 kilómetros en el mar (…) Todavía no puedo creer que esos muchachos hayan muerto miserablemente, aún espero que los haya recogido  un vapor a California y que sabremos de ellos dentro de unos días”.

Nunca más sabrían de ellos.

Las participaciones del casamiento de Jorge y Sarah las firmaba Dolores Malagarie, la madre de los Newbery. La anciana, después de perder a Eduardo, ya tenía encima su propia muerte y ni siquiera asistió a la ceremonia, aunque era la madrina.

Un mes más tarde, el 20 de diciembre, Newbery asiste a la reunión de comisión directiva de la Sociedad Sportiva. En ella se decide, entre otras cosas, aumentar a 400 pesos la cuota de ingreso y someter las solicitudes al mismo tratamiento que el Jockey Club. Esto es: los aspirantes a socios deberían presentar certificados de linaje. Esa institución de aristócratas había recibido del gobierno un subsidio de 25 mil pesos. Dicho de otro modo: la promoción del deporte en la población no era aún una política de Estado, y el dinero público destinado a ese rubro solo servía al entretenimiento de señoritos y holgazanes.

Apenas terminado ese encuentro, Horacio Anasagasti se acercó a Newbery:

—¿Mantenés tu decisión de renunciar al Aero Club?

—El Aero Club dejó de existir, Horacio.

—Lo podemos poner a existir de nuevo.

—¿Cómo?

—Sabés que hace cuatro meses compré un globo en Francia.

—Cierto, casi lo había olvidado…

—En la primera semana de enero me lo desembarcan en Buenos Aires. Se va a llamar Patriota.

—¿Tenés pensado subir?

—Inmediatamente, y quiero subir con vos.

—Horacio, a mí me están pegando de todos lados. Parece que toda la culpa de lo que pasó con el Pampero es mía.

—Mirá, para no alimentar a las fieras podemos no anunciar tu nombre hasta último momento. Cuando bajemos y todo haya salido bien, vas a ver cómo cambian las cosas. Entonces podremos reorganizar el Aero Club.

—Bueno. Yo ahora viajo a Chile con Sarah. Quiero pasear un poco y ver el cierre del congreso científico que están haciendo allá. Vuelvo a mediados de enero y arreglamos todo. Esperame.

—Por supuesto.

—De todos modos, no nos va a alcanzar para cambiar el viento en contra. Necesitamos respaldo de algún político, de algún científico, de alguien conocido.

—Andate a Chile. A tu regreso vemos.

El 5 de enero, los diarios consignan una noticia breve: a nombre de Anasagasti está depositado en la aduana un nuevo globo, semejante al Pampero, equipado con instrumental científico. Apenas el aparato sea retirado, dice su propietario, comenzarán las ascensiones.

En Santiago de Chile, Sarah está casi sola. Su marido se ha enfrascado en el estudio de los vientos cordilleranos, y pasa casi todo su tiempo entre archivos y oficinas meteorológicas; cuando deja esos papeles, va a las sesiones del Congreso Científico Americano.

Un atardecer, mientras caminaba con Sarah por esos bordes de Santiago que buscan treparse a los contrafuertes andinos, Jorge levantó la vista hacia las cumbres, siempre nevadas. Tomó la mano de su mujer y le dijo suavemente:

—Cómo me gustaría que un día me acompañaras a saltar esas montañas.

Sarah sonrió. Habrá pensado, tal vez, que su falta de vocación por las alturas empezaba a ser una especie de ausencia, impuesta desde temprano entre Jorge y ella.

El 10 de enero, Newbery apura el regreso. Retoma su trabajo en la Dirección Municipal de Alumbrado y firma un informe sobre la evolución del alumbrado público porteño entre el 1° de enero y el 31 de diciembre de 1908. En ese lapso, los faroles de gas pasaron de 15.820 a 18.492; el total de luces, de 23.145 a 27.396, y el de bujías de 1.929.100 a 2.470.858. No obstante, la ciudad crece más rápidamente que el alumbrado y las deficiencias aumentan; las protestas, también.

Tres días después, en el local de la Sociedad Francesa de Gimnasia y Esgrima, el Boxing Club organiza una reunión pugilística. Esa noche, entre pelea y pelea, Newbery y Anasagasti hablan de la fecha de la próxima ascensión: el Patriota se estrenará el 24 de enero.

Newbery también consulta con Anasagasti otro paso que se propone dar en busca de respaldo para sus proyectos aerostáticos. Su amigo, dubitativo, aprueba:

—No sé qué puede resultar… pero si a vos te parece, dale nomás.

Newbery fue a golpear la puerta del estudio de Alfredo Lorenzo Palacios.

 

“Un día que recordaré yo toda mi vida, me encontraba en el estudio con Antonio de Tomaso, muy joven entonces, que me acompañaba siempre y a quien inicié en la vida política, cuando entró Jorge Newbery, con quien yo apenas tenía relaciones, y me dijo: ‘Se cree entre nosotros que lanzarse al espacio en globo libre es una aventura de desequilibrados, y yo deseo demostrar que eso es absurdo ¿quiere usted acompañarme?’… Sí, le contesté con entusiasmo. Y al estrechar cordialmente su mano sellamos una amistad que solo pudo interrumpir su muerte”.[i]

Newbery le explicó al jefe socialista que haría el primer viaje con el Patriota el 24 de enero, acompañado por Anasagasti.

—En el segundo viaje quiero contar con usted.

—Pero cómo no.

Aquellos días de Newbery supieron de vértigo. Debía preparar la ascensión del nuevo aeróstato, confeccionar los pliegos de licitación para comprar 500 columnas de acero que sostendrían otros tantos faroles de alumbrado y, además, el congreso científico en Chile le había recordado la inconveniencia de descuidar los trabajos para su libro El petróleo, que habría de presentar el año próximo ante ese mismo congreso.

El domingo 18 de enero se permite un descanso, y va con Sarah a recorrer en lancha el río Luján. Por la noche, asiste a un diner concert ofrecido en el Tigre Hotel. Hay mesas en la terraza, adornadas con flores, y en una de ellas comen Jorge y Sarah con uno de los aristócratas más notables de la época: Antonio de Marchi, a quien acompaña su mujer, María Marcela Roca, hija del ex presidente y conquistador patagónico. Por supuesto, se habla de globos y de la próxima excursión aérea de Newbery. De Marchi no se anda con vueltas:

—Contá conmigo para lo que necesites.

Ese ofrecimiento significaba que la marcha de los globos no se detendría por falta de dinero. Distendidos, los comensales pasan al salón que da al río, donde se baila hasta medianoche.

En esos días se conoce una novedad que, si bien efímera, lleva agua al molino de Newbery: el Ministerio de Marina se proponía incluir el empleo de dirigibles entre sus proyectos de armamentos, y había ordenado al teniente de navío Pedro Padilla que se ocupara de la cuestión. Se trataba de una tendencia internacional: en 1909, y desde bastante antes, la guerra ya miraba al cielo.

Aquella disposición del Ministerio de Marina se debía, en verdad, a una idea del propio Padilla, quien ya había estudiado planos, catálogos y muestras de telas. El oficial aseguraba que los dirigibles serían especialmente útiles en la defensa del Río de la Plata y del puerto de Bahía Blanca. No serían armas de combate, decía, sino de exploración. Padilla recordaba la extensión del estuario del Plata: 220 kilómetros entre el cabo San Antonio y Maldonado. También era grande, recordaba, la distancia desde la boca de la bahía hasta la entrada del canal del puerto bahiense.

En la vigilancia de esas zonas, decía Padilla, los aeróstatos tendrían ventaja sobre los navíos. Desde un crucero, por ejemplo, solo podía avistarse un radio de 23 kilómetros, y apenas ocho desde un destructor. Además, esos buques necesitaban cantidades importantes de carbón para desarrollar su velocidad máxima, y debían perder mucho tiempo en abastecerse. Padilla imaginaba la instalación de bases aerostáticas militares en Río Santiago, en Bahía Blanca, en un punto del interior a la altura del cabo San Antonio y otro a la altura del cabo Corrientes o de Mar del Plata. La fábrica de dirigibles Godard, de París, le enviaba planos, presupuestos, descripciones y catálogos.

Cuando un grupo de periodistas le preguntó si esos artefactos tenían todavía problemas de dirección y estabilidad, Padilla contestó, seguro:

—No, la dirigibilidad es un hecho, una cuestión resuelta.

El 24 de enero, día de estreno del Patriota, el diario La Prensa publicaba una advertencia en tono editorial:

“…no es posible, ni es justo, que la autoridad sirva a los caprichos de cualquier temerario que se aventure, sin fin útil alguno, en empresas audaces y llenas de peligro.

“Ahora bien: para que con justicia y con razón los aeronautas argentinos reclamen el auxilio y la cooperación de los elementos oficiales, es necesario que constituyan una asociación formal, en cuyos estatutos quede bien establecido el propósito científico de las ascensiones, las cuales podrán ser utilizadas para investigaciones meteorológicas de carácter oficial. Así, como se echará de ver, el apoyo del gobierno sería en concepto de retribución a los servicios que la aerostación prestase a las oficinas técnicas del Estado, las cuales, por su parte, podrán contar, siempre, con la ayuda de la asociación aerostática”.

El diario de la familia Paz agregaba que, en este viaje, Anasagasti “será acompañado por otra persona de su amistad”. Como se había decidido, el nombre de Newbery fue resguardado hasta el último día.

A las 2 de la tarde de ese 24 de enero, con dos horas de retraso, el Patriota partió con temperatura agradable y brisa suave, con sus 1200 metros cúbicos de gas y sus equipos científicos a bordo. Fue un despegue distinto de los anteriores: la tragedia del Pampero estaba en la cabeza y en los silencios de todos los reunidos en el cruce de Gutenberg y Pampa. El viento impulsó a Newbery y Anasagasti hacia el sudoeste.

El trayecto fue tranquilo. El Patriota viajó 80 kilómetros durante dos horas y media, y encontró tres capas de aire superpuestas: en la superficial, leve, predominaba la variante sudoeste; después de los cien metros de altura, se dejaba sentir el viento este-oeste; a los tres mil metros la corriente empujaba, con mucha fuerza, directamente hacia el mar.

El Patriota se portó bien, mostró obediencia y buena estabilidad. Los aeronautas descendieron dos veces para probar las cualidades del globo, y soportaron en las capas superiores temperaturas mayores a los 35 grados.

Los problemas empezaron en el momento de volver a tierra. El globo bajó demasiado rápidamente, y la corriente superficial de aire había dejado de ser calma: ahora el viento soplaba a más de 40 kilómetros por hora. El Patriota viajaba casi a ras del suelo a esa velocidad, y sus tripulantes no encontraban punto de anclaje. De pronto, Anasagasti gritó:

—¡Mirá, Jorge! ¡Nos corren jinetes!

—¡La corredera! ¡Tirales la corredera!

Un grupo de hombres a caballo, seguramente peones de alguna estancia, habían visto el globo y advertido sus dificultades, de modo que se lanzaron tras él a galope tendido. Anasagasti dejó caer hacia ellos la soga corredera. Si los jinetes lograban sujetarla, el descenso se facilitaría mucho.

La maniobra fracasó. El viento y el globo viajaban más velozmente que los caballos. Durante no menos de tres kilómetros aquellos hombres espolearon cabalgaduras detrás del Patriota, pero no pudieron alcanzarlo ni capturar la soga.

—¡Adelante, Horacio! Aquello parece una estancia…

—¡Tiro el ancla! Con algo nos vamos a enganchar…

—Sí. Cuidado, que el sacudón va a ser fuerte.

El ancla se arrastró todavía unos 500 metros, hasta que se encajó en un alambrado y detuvo al aeróstato con un golpe seco. Newbery y su compañero casi se vieron despedidos de la barquilla. Entonces fue la sorpresa.

Mientras se reponían del golpe y trataban de reincorporarse para abrir la válvula y terminar el descenso, los aeronautas escucharon una algarabía de origen inequívoco y por eso mismo inquietante, porque no se correspondía con la soledad de esas pampas.

—Son chicos…

—Sí, mirá, son como cien.

Los niños, entre gritos y saltos, se esforzaban por aferrar el globo de la cuerda que sostenía el ancla, daban tumbos, caían, reían.

—¿Qué es esto?

—No importa, ya vamos a averiguar. Ahora abrí la válvula y bajemos de una vez ¡Cuidado, chicos! ¡Apártense todos!

El Patriota se desplomó y sus tripulantes pisaron tierra, rodeados por una pequeña multitud infantil. De súbito, se hizo el silencio. Dos hombres habían llegado a la carrera hasta el sitio del aterrizaje, y su sola presencia hizo callar a los niños. Al estirar la mano hacia los aeronautas, uno de los hombres dijo:

—Bienvenidos a la Colonia Marcos Paz.

Anagasti y Newbery habían oído hablar más que mucho de esa colonia. Sostenida por el Patronato de la Infancia, era una de las criaturas dilectas de César Viale. Fundador y primer presidente de la Federación Argentina de Box en 1920, Viale fue un impulsor decidido del deporte argentino en las primeras décadas del siglo. En él, eso formaba parte de una idea más global: Viale veía en la actividad deportiva un medio de asimilar a los inmigrantes, una herramienta para formar fuerza de trabajo sana al servicio de un capitalismo que él creía pujante y, también, un correctivo eficaz. La disciplina de una sociedad, decía, podía tener en los deportes un auxiliar de valía.

Cuando Newbery y Anasagasti descendieron en Marcos Paz, Viale ya era juez de menores y observaba casi con obsesión el funcionamiento de los institutos de internación de niños y adolescentes, acerca de los cuales escribió libros y artículos. Según el modelo de las workhouses inglesas, Marcos Paz era una escuela taller, una cárcel-fábrica.

Los tripulantes del Patriota fueron recibidos allí con las mejores atenciones por directores y profesores; al instante, el personal de la colonia supo que les había caído del cielo un medio excelente para divulgar su trabajo. Así, inmediatamente después de enviar a Buenos Aires un telegrama para comunicar su descenso, Anasagasti y Newbery comieron con sus anfitriones y aceptaron el alojamiento que se les ofreció. Al día siguiente fueron invitados a recorrer el lugar.

El 20 de enero, La Prensa dijo de ellos:

 

“Ayer a la mañana visitaron las dependencias del establecimiento y quedaron gratamente impresionados por su perfecta organización, que consideran tan buena como las que funcionan en Norte América, que el ingeniero Anasagasti visitó no hace mucho. La higiene y la disciplina, así como la enseñanza técnica y los trabajos prácticos, nada dejan que desear en concepto de los excursionistas”.

 

Aquel de Marcos Paz fue el primer reformatorio que tuvo la Argentina. La corriente migratoria comenzada en la década de 1860, que se hizo explosión a partir de 1880, generó naturalmente una población marginal, excedente. Es una ley del capitalismo: el ejército de reserva, la masa fluctuante de desocupados, arroja a una parte de ellos a la degradación, al lumpen proletariado. Ya en la década de 1870 se hablaba en los medios de prensa de una cantidad de jóvenes y niños “pobres”, “vagos”, “huérfanos”, “delincuentes”, “viciosos”, que pululaban por las calles de Buenos Aires y eran, obviamente, considerados peligrosos para las buenas costumbres de la sociedad industrial con la que soñaba por entonces la burguesía argentina.

A partir de 1890 “se multiplicaron en forma exponencial los discursos en los que funcionarios y profesionales solicitaron una intervención específica del Estado”.[ii] Esa intervención, según la opinión predominante entre esos funcionarios y esos profesionales, debía darse en dos órdenes. El primero, que el Estado asumiera la tutela o el patronato de los niños en esa situación. El segundo, la creación de instituciones correccionales.

La colonia de Marcos Paz, inaugurada en junio de 1905 (el Congreso había autorizado para eso al presidente Julio A. Roca y al ministro del Interior, Joaquín V. González), fue un intento de separar a los niños “criminales” de aquellos que podían ser “reformados”; es decir, integrados al mercado de trabajo. Así se manifestaba en esa materia la “modernidad” argentina del muy positivista siglo XIX.

La colonia, levantada en un campo de 702 hectáreas que el Poder Ejecutivo había comprado para eso, pretendía reemplazar al Asilo Correccional de Menores de la Capital, que era, al decir de la época, una “escuela del delito”, tal como hoy son las cárceles y los reformatorios. Se trata de un problema de data antigua, como se ve. Se contrató para eso al especialista inglés Mateo Embley (nadie como un inglés para asesorar sobre cárceles).

Aquel principio sarmientino de que las cárceles “son para la reeducación y no para castigo” de los detenidos nunca había pasado de una enunciación. Siempre el sistema penitenciario argentino estuvo escaso de presupuesto, siempre corrompido, plagado de hacinamiento, deficiencias edilicias y miserias materiales y morales.

De todos modos, muy pocos menores iban a Marcos Paz. La mayoría, los encausados, padecían en centros de detención para mayores, como la Cárcel Correccional, el Depósito de Contraventores o el Departamento de Policía. En la primera década del siglo XX había solo dos defensores de menores en la Capital y no tenían personal subalterno. Así, las detenciones eran indefinidas, y muchas veces los jueces liberaban a los chicos motu proprio, en el entendimiento de que el desamparo y la corrupción de la calle eran menos peligrosos que las cárceles.

En agosto de 1913, Alfredo Palacios describiría la situación de los menores encerrados en el Depósito de Contraventores y el Departamento de Policía:

 

“Encerrados en una prisión como delincuentes, descalzos, andrajosos, cubiertos de parásitos, con sarna algunos, esos pobrecitos tiritan de frío y tosen tristemente, demostrando con ello que sus organismos están ya minados por la enfermedad. No hay una sola cama en la prisión, y allí, en el suelo de piedra, han pasado noches horribles, sin que nada o muy poco pueda hacer en favor de ellos la buena voluntad del comisario encargado de su vigilancia”.[iii]

 

Sobre la vida en Marcos Paz, hay versiones contradictorias. Los elogios de Newbery y Anasagasti en 1909 hacen contraste con otros posteriores, lo que seguramente indica que la situación allí se degradó más o menos rápidamente.

Por ejemplo, en 1914, el diputado socialista Mario Bravo diría que la Colonia se había convertido, “por virtud de la desidia oficial, en un antro de relajación moral y en un modelo de desbarajuste administrativo”. Bravo exigía una “renovación total (…) de hombres y de métodos, que depurase la atmósfera de la Colonia, viciada hoy hasta hacerse nauseabunda”.[iv]

Hoy, el “progresismo”, que degrada todo lo que toca, hace un uso burdo de Lacan y pretende hacerle creer a la sociedad que las cosas cambian con solo cambiarles la denominación. Los menores “en conflicto con la ley” padecen ahora esas “casas del terror”, como llamaba Marx a esa clase de instituciones, más y mucho peor que hace un siglo. Es lógico: la burguesía que el actual gobierno quiso “reconstruir” es un parásito confeso, que abandonó los sueños de potencia industrial de sus antecesores; por lo tanto, ya no aspira a devolver al mercado de trabajo a la población excedente arrojada a la marginalidad. Por el contrario, no faltan bestias que proponen el retorno del servicio militar obligatorio para los jóvenes “en conflicto con la ley”, de modo de transformar los cuarteles en reformatorios. El “relato” se rinde incondicionalmente a la pura reacción. Otros, más drásticos, promueven los linchamientos.

Socialismo o barbarie.

 

[i] En García Costa, Víctor: Alfredo Palacios: entre el clavel y la espada, Planeta, Bs. As., 1997, p. 193.

[ii] Zapiola, María Carolina; “¿Antro o escuela de regeneración? Representaciones encontradas de la Colonia de Menores Varones de Marcos Paz, Buenos Aires, 1905-1915”. En Mallo, Silvia y Moreira, Beatriz (coord.); “Miradas sobre la historia social en la Argentina en los comienzos del siglo XXI”, Córdoba-Buenos Aires, Centro de Estudios Profesor Carlos Segretti e Instituto de Historia Americana Colonial de la Universidad Nacional de La Plata, 2008, pág. 531/550.

[iii] Palacios, A.; “Cama y ropa para menores detenidos”, DSCD, Bs. As., Talleres Gráficos de L.J. Rosso & Cía, sesión del 25 de agosto de 1913, p. 1076.

[iv] Bravo, M.; “Régimen carcelario. La Colonia de Marcos Paz. Graves deficiencias”, La Nación, 11/jun/1914.

 Floyd Mayweather Jr., Marcos Maidana

Por Alejandro Guerrero (@guerrerodelPO)

“El único hombre por quien yo volvería a subir a un ring es Floyd Mayweather”, había dicho Marcos Maidana en diciembre del año pasado. Son extrañamente comunes esas obsesiones en los boxeadores, y no están referidas solo a la bolsa que puede producirles una pelea (que no fue poco en el caso de Maidana: 5 millones de dólares, contra 32 millones que cobró su rival). En su momento, Ray Sugar Leonard salió de su retiro y volvió a los combates por una única obsesión: Marvin “Maravilla” Hagler. “Quiero a Hagler, necesito a ese hombre”, dijo el gran Sugar. Y fue por él. “Lo quiero, lo necesito”. A su modo, una declaración de amor.

También en ese punto el boxeo tiene sus particularidades, en el lenguaje de los cuerpos que se buscan, se juntan, se frotan, se golpean, se destruyen.

Esas obsesiones, como la de Maidana, como la de Sugar (sin comparar, por cierto, las calidades técnicas de uno y de otro) suelen producir dramas como el del Chino en el último round. Era un hombre vencido que se negaba a serlo. Irremisiblemente perdido, agotado, fue a buscar la mano de la gloria. No podía lograrlo, él sabía que no, pero en un momento pareció que sí. Son momentos tremendos, cuando el ánimo le exprime al cuerpo del boxeador fuerzas que normalmente no tendrían que estar, no deberían estar. Hemos leído alguna vez sobre una madre que fue capaz de levantar un automóvil volcado para liberar a su hijo que había quedado atrapado en él. Era una mujer esmirriada, que no habría podido nunca levantar un peso varias veces menor al del auto que aprisionaba al niño. Esos mecanismos extraños se ven a menudo en los boxeadores perdidos, cuando se superponen a las brumas que los atraen hacia la lona y logran resistirlas, cuando tienen en la garganta la bilis que antes residía en el hígado, cuando una especie de agonía les silba en la respiración, cuando ven su propia muerte en los ojos del hombre al que enfrentan.

Maidana no podía. Esa combinación de fuerza y velocidad que compone la potencia del noqueador se deteriora con el transcurrir de los rounds. Y enfrente de Maidana estaba uno de los mejores boxeadores de todos los tiempos, uno de esos que hacen sentir placer estético cuando se los ve combatir, mucho más parecidos, como diría Norman Mailer, a un Nureyev que a un peleador de tabernas. Floyd Mayweather había deteriorado la capacidad noqueadora de Maidana. También él estaba golpeado, sangrante, cortado en una ceja, casi exhausto, agobiado además por dramas personales que lo hicieron subir a ese ring en las peores condiciones de su carrera excepcional (invicto ahora en 46 peleas, a cuatro de la cincuentena de Rocky Marciano). Mayweather fue otro muestrario, como su adversario, del valor de un combatiente, no del coraje ciego sino de la decisión consciente, razonada, de hacer frente al peligro, armado con todo el bagaje del talento y de los mecanismos de defensa y ataque que se han automatizado en el trabajo de gimnasio. Toda la belleza atroz del boxeo mostró su rostro en ese último round.

El momento decisivo, sin embargo, se había producido casi media hora antes, en el tercero, cuando Maidana estaba entero y todo el poder de su pegada se mantenía intacto. Los dos sabían que eran los segundos del matar o morir para el Chino Maidana. Y el golpe del boxeador santafecino entró, potente, preciso. Fue una derecha abierta. Mayweather la absorbió, la resistió, se dio modos para salir de la zona de riesgo, mostró esa defensa comparable con la de los más exquisitos de la historia, sobrellevó la situación. Perdió el round, estaba abajo en las tarjetas (Maidana había ganado también el primero) pero la tendencia de la pelea señalaba con claridad la victoria casi inevitable del campeón del Consejo.

En casi todo el resto de la pelea, como dice el comentario del sapiente periodista Walter Vargas, “Mayweather gobernó las distancias, duplicó o triplicó las llegadas netas del Chino y redituó los destellos del excepcional tiempista que es”. Aun así, sigue Walter, “jamás había visto a Mayweather tan desbordado, jamás lo había visto tan preocupado, jamás lo había visto tan necesitado de plantarse a cambiar golpes: jamás lo había visto respetar a un adversario como se sintió forzado a respetar al Chino”.

Todo eso alcanzará, tal vez, para que haya revancha, simplemente porque la gran pelea que fue permite que una segunda mueva más millones de dólares que la primera. El boxeo, se sabe, se ha desplazado desde los grandes estadios, desde el Madison Square Garden de Nueva York o el Luna Park de Buenos Aires, a los locales más pequeños de los hoteles de Las Vegas. Las grandes ciudades reciben los combates por televisión, y ahí radica una parte jugosa del negocio. La otra parte, más jugosa aún, está en las apuestas, en el lavado de dinero de los casinos que organizan los grandes combates y otras pestilencias por estilo. En ese negocio, dicho epigramáticamente, los boxeadores son una mercancía cuyo valor de cambio es su poder destrucción, y su valor de uso su cuerpo y su sangre.

Por todo eso, Joyce Carol Oates dice que el boxeo no representa la vida. El boxeo es la vida.

La Negra Doldán y su fusilador (“el último ser humano que voy a ver”)

Historia breve de una militante montonera

 Por Alejandro Guerrero (@guerrerodelPO)

“Terapia intensiva” o “Margarita” llamaban los represores a la sala de torturas del centro de detención La Perla, en Córdoba, uno de los campos de concentración que empezaron a funcionar en 1975, bajo gobierno peronista, y siguieron en funciones con la dictadura militar. Ahí estuvo Graciela María de los Milagros Doldán, “la Negra”, militante montonera a quien la orga llamaba también “Monina” o “Gringa”. Estuvo desnuda, atada a un camastro de hierro, para que le recorrieran el cuerpo con electricidad, le golpearan las articulaciones, la violaran. La sacaban del camastro, como a otros, para hundirle la cabeza en tachos de agua con orín y mierda, o la asfixiaran con bolsas plásticas. O le hacían escuchar los gritos de la tortura a compañeros de ella. Casi una rutina era el tormento. La Negra Doldán soportó todo sin delatar a nadie.

Tenía su historia aquella mujer.

Era santafecina, nacida en el 41, formada en la sobriedad de la Iglesia católica, de familia antiperonista. Dicen los que conocieron su adolescencia que casi eran parte de ella el blazer azul, la pollera gris y los mocasines negros con los que asistía a clase en el colegio Nuestra Señora del Calvario. A los 24 años se recibió de abogada en la Universidad Católica de Santa Fe. Gustaba, dicen, de viajar de mochilera en las vacaciones y ver lo que llamaba “cultura de los oprimidos” en la Argentina profunda, en Bolivia, en Perú.

En la infamia de aquella “Margarita”, en el camastro de hierro de La Perla, la Negra Doldán habrá seguramente recordado el documento Lumen Gentium, del Concilio Vaticano II, sobre el papel del martirio en la salvación de los cristianos. En el capítulo V de ese texto se lee:

 

“Jesús, el Hijo de Dios, mostró su amor dando su vida por nosotros. Por eso, nadie tiene mayor amor que el que da la vida por Él y por sus hermanos. Algunos cristianos, pues, ya desde el primer momento fueron llamados, y estarán llamados siempre los cristianos a dar este testimonio de amor delante de todos, sobre todo de los perseguidores. Por el martirio, el discípulo se hace semejante a su Maestro, que aceptó libremente la muerte para la salvación del mundo, y se identifica con Él derramando su sangre. Por eso la Iglesia considera siempre el martirio como el don por excelencia y como la prueba suprema del amor”.

 

La Negra Doldán cumplió el mandato y fue mejor que su Maestro: ella jamás les dejó oír a sus perseguidores, a sus torturadores, el reproche “Señor ¿por qué me has abandonado?”. En todo caso, si lo hizo, reprochó en silencio. Ninguno de sus asesinos pudo escucharla.

Monina fue una de las fundadoras de Montoneros en Santa Fe, allá por 1970, cuando resonaba en la Argentina el asesinato del general Pedro Eugenio Aramburu. Al año siguiente se instaló en Buenos Aires y luego en Córdoba. En esa segunda mudanza ya estaba casada con José Sabino Navarro. Ese hombre hace obligatorio referirse a él, porque él permite en buena parte entender a la Negra Doldán.

Navarro, obrero mecánico, no tenía origen peronista sino, como su compañera, católico. Había pertenecido a la Juventud Obrera Católica (JOC), una organización de rompehuelgas organizada por Acción Católica y orientada por el cardenal Antonio Caggiano, un antiperonista cerril. Más tarde, sin embargo, Navarro se vinculó con la burocracia del Smata en tiempos de Dirck Kloosterman, un ingeniero mecánico metido a sindicalista. Cuando, contra todo lo aprendido en la JOC y con los burócratas, Navarro impulsó por su cuenta una huelga en la fábrica DECA, Kloosterman lo hizo echar. Después de eso, Sabino empezó a trabajar con pequeños grupos católicos que, desde el primer momento, pensaron en la guerrilla. Casi todos ellos terminaron en Montoneros.

En setiembre de 1970, cuatro meses después de matar a Aramburu, Montoneros estaba a un paso de la completa destrucción. Aquel pequeño grupo de militantes, procedentes casi todos ellos de la derecha católica, había sufrido golpes devastadores luego de tomar por asalto el pueblo de La Calera, en Córdoba, y un desastre que pareció definitivo poco después, el 7 de setiembre de ese año, en la pizzería La Rueda de William Morris.

Aquel grupo disperso que había quedado de Montoneros después de La Calera no dejó, sin embargo, de operar. Sabino Navarro, más que cualquier otro, se ocupó de que así fuera. En esos días, un reducido equipo montonero se llevó 73 mil dólares de un banco de Laguna Larga, en Córdoba, y el 1° de setiembre, otro grupo, dirigido por Carlos Ramus y Fernando Abal Medina, sustrajo 36 mil dólares de la sucursal Ramos Mejía del Banco de Galicia. Pero en aquella noche del 7 de setiembre, la incipiente guerrilla dejó de ser tal y quedó al borde de la extinción.

Los motivos, inasibles al sentido común, que condujeron a parte de la dirección montonera a reunirse en esa pizzería de Moctezuma y Potosí, en William Morris, solo pueden suponerse. Posiblemente el despropósito obedeció al hecho de que se habían quedado sin casas seguras. Pero aquel negocio, propiedad de José Sabatino, no solo era inseguro: era una ratonera.

Fuera por lo que fuese, alrededor de una mesa de La Rueda se sentaron Abal Medina, Ramus, Carlos Capuano Martínez y Sabino Navarro. En la calle, desarmado, quedó Luis Rodeiro. Sobre Moctezuma, casi Potosí, había un Fiat 1600 blanco y un Peugeot bordó.

Alguien llamó. Muchos supusieron que fue Sabatino, pero el hombre lo desmintió con un argumento de apariencia incontestable: su pizzería no tenía teléfono. Poco importa. Resultaba inevitable que alguno reconociera esas caras, pegadas por todas partes con el cartel de “buscados” después de lo de Aramburu, y quisiera hacer méritos.

El infidente, según la policía, solo habló de “sospechosos”, y la fuerza enviada a indagar esas presencias fue escasa. A nadie se le ocurría que buena parte de la plana mayor montonera estuviera allí, expuesta a lo que viniera en una pizzería de pueblo.

A las ocho y media de la noche llegó al lugar una comisión de la comisaría 4ª, de Morón, como a ver qué pasaba. El cabo primero Roque Hernández entró en La Rueda y se dirigió derechito a la mesa que correspondía. Nunca llegó, porque a pocos pasos de ella lo recibió una salva de fuego y catorce tiros le entraron en el cuerpo. Todo el mundo al piso, salvo los montoneros atrapados en una encerrona intraspasable: el lugar tenía una sola puerta de salida. Es decir, no había salida.

El primero en intentarlo fue Ramus. Traspuso esa puerta a la carrera, hacia el Peugeot, cubriéndose con disparos de una pistola calibre 45 que sostenía con la mano izquierda, mientras en la derecha tenía una granada ya “descorchada”, lista para ser arrojada. No pudo, porque fuego hostil le hizo varios impactos y la granada le estalló en la mano. Seguramente ya estaba muerto cuando el brazo le voló en pedazos. Detrás de él, Abal Medina caía muerto mientras intentaba llegar al Fiat. Del otro lado, el cabo César Caruso quedaba herido por tres balazos, y otro cabo, Mario Bravo, por un disparo en la pierna derecha.

Casi pegado a Ramus y Abal Medina, Capuano Martínez salió por esa misma y única puerta. El jefe guerrillero había agotado los cargadores de sus dos pistolas cuando logró perderse en la oscuridad.

Entretanto, Sabino Navarro decidía evitar esa puerta del único modo posible: saltó hacia la vidriera y la rompió con el cuerpo. Apenas cayó abrió fuego hacia los policías, se levantó como pudo y correteó hacia atrás, de espaldas —esto es, de frente a sus enemigos— y no dejaba de disparar. También él había agotado su cargador cuando quedó protegido por las sombras de la calle Potosí. Solamente entonces se dio vuelta y corrió. Simplemente corrió. Algunos testigos dijeron que había otro auto y una camioneta a la espera del grupo, y que en ellos huyeron Capuano y Navarro. Nada de eso pudo comprobarse, pero ambos se perdieron en la noche.

Durante días y semanas se sucedieron los allanamientos después de las muertes de William Morris. Resultaría impensable que la represión no hubiera podido dar un zarpazo definitivo a ese grupo disgregado, ya inconexo, semidestruido. Montoneros pudo sobrevivir a esos días de tragedia por una sola razón: otro grupo, las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP), con su estructura aún intacta, le dio protección y “guardó” a los perseguidos.

Entretanto, el entierro de Ramus y Abal Medina ofrecía un dato político, un anuncio de lo que sobrevendría: aun bajo amenaza de represión, casi 5 mil personas estuvieron allí; entre ellas, sindicalistas por entonces combativos, como Julio Guillán y Miguel Gazzera. En el velatorio se vieron banderas de la CGT de los Argentinos y algunas más llamativas: por ejemplo, una de Acción Católica que decía “Tus amigos y camaradas nacionalistas”, y una más que rezaba “Tus hermanos en Cristo”.

Poco después, en una carta fechada en Madrid el 20 de febrero de 1971, Juan Perón se dirigía al montonero preso Carlos Maguid y le decía:

 

“Tenemos una juventud maravillosa, que todos los días está dando muestras de su capacidad y grandeza (…) La guerra revolucionaria en que estamos empeñados impone una conducta: luchar con decisión y perseverancia…

“Por eso, dentro de las actuales formas de lucha, es preciso que nuestras organizaciones de superficie se empeñen con la mayor energía en la defensa de nuestra legalidad, sin la cual el país marchará hacia una lucha cruenta para la cual también debemos estar preparados. De ello surge la importancia de nuestras Formaciones Especiales y de su forma de operar, como de su preponderancia paulatina a medida que nos vayamos acercando más hacia la lucha violenta…

“Un gran abrazo para todos nuestros muchachos”.

 

El peronismo, que nunca había constituido un movimiento armado ni preparado insurrecciones, encontraba así, en esas “formaciones especiales”, un elemento de presión para recuperar su lugar en el arco político del país. Cuando eso se hubiera logrado, la “juventud maravillosa” se transformaría en “esos imbéciles que gritan” y, peor aún, en “mercenarios al servicio del dinero extranjero”. Montoneros, y con ellos Sabino Navarro y la Negra Doldán, entre tantos otros, morirían encerrados en esa trampa trágica. El partido del hombre que enviaba “un gran abrazo para todos nuestros muchachos” sería el creador de la Triple A y el que instaló en Córdoba el campo de exterminio La Perla, por ejemplo.

Pero, en 1971, bajo la protección de las FAP, Montoneros empezaba a reconstituirse pese a los descalabros de La Calera y William Morris. Después de la muerte de Ramus y Abal Medina, la jefatura de la organización, por lo menos formalmente, quedó en manos de Sabino Navarro. Con él ya estaba la Negra Doldán. Navarro consiguió armar una estructura nacional y logró la incorporación de José Enrique Carral y de Jorge Gustavo Rossi, que venían, como él, de la Juventud Obrera Católica.

Con Navarro a la cabeza, Montoneros ejecutó acciones que multiplicaron su popularidad. En febrero de 1971 tomaron la aldea rural San Jerónimo Norte, a unos 60 kilómetros de Santa Fe. De ahí se llevaron 27 fusiles, 10 mil dólares del banco local, otras armas y uniformes de la comisaría del pueblo, pero, sobre todo, dejaron ver que un pequeño grupo podía controlar una población de 5 mil habitantes durante dos horas. La imagen de debilidad e incompetencia de las fuerzas gubernamentales quedó estampada, al menos en apariencia, en ese hecho. Alguna vez, Fernando Galmarini, ex guerrillero y luego funcionario de Carlos Menem, dijo “la lucha armada es fascinante por la sensación de eficacia inmediata que da”. Una sensación ficticia, que derivaría en masacre.

En aquel momento, desde el punto de vista estratégico, referido al crecimiento a mediano plazo, mucho más importante que aquellas operaciones era el fortalecimiento de los vínculos montoneros con otras organizaciones armadas. En ese punto, el papel clave no lo cumplía Navarro sino Mario Eduardo Firmenich.

A fines de 1971, Navarro salvó su vida por muy poco cuando el comando Juan José Valle, de Montoneros, sustrajo 88 mil dólares del Banco de Boulogne, en Villa Ballester. Navarro desconocía esa operación y se encontraba cerca de allí por casualidad, esperando a bordo de su auto, en una calle oscura, a gente con la que debía reunirse. A dos policías de patrulla el personaje les pareció sospechoso e intentaron detenerlo, pero Navarro resultó más rápido, logró empuñar su pistola y disparar a tiempo. Los dos agentes murieron.

Poco después, cuando los servicios de inteligencia aún desconocían su existencia —o por lo menos su papel en la cúpula montonera—, Sabino Navarro ya no pudo ser más rápido que sus enemigos. En Río Cuarto, con otros tres de sus compañeros, en una actividad de robo de automotores, fue perseguido por una partida policial que cercó al grupo y los fusiló a todos, allí, en las sierras de Córdoba. Desde ese momento, Firmenich quedó al frente de la organización. La Negra Doldán, como Norma Arrostito, fue desde entonces, para toda la orga, “la viuda”.

En octubre de 1973 Juan Perón asumió por tercera vez la presidencia de la República. De inmediato, convocó a las guerrillas peronistas a desarmarse. Poco antes había dicho: “Cuidado con sacar los pies del plato, porque entonces tendremos derecho a darles con todo. No admitimos la guerrilla, porque yo conozco perfectamente el origen de esa guerrilla” (Clarín, 3/ago/1973). No hace mucho, en una entrevista periodística, Firmenich dijo que “en algún momento, Perón cambió de idea”. Firmenich, aún hoy, no logra entenderse a sí mismo: habían cambiado las circunstancias políticas, no las ideas del general.

Estalló entonces una crisis profunda en las organizaciones armadas peronistas, con múltiples fracciones y escisiones. La Negra Doldán se fue con una de ellas, la que llevaba el nombre de su compañero muerto: la Columna José Sabino Navarro.

En una “Cartilla para militantes”, publicada el 25 de octubre de 1973 en la revista Militancia, la Sabino Navarro dice que su propósito es bregar por “la unidad de la clase obrera y el pueblo peronista en torno de nuestro líder”. Ahí se tiene una primera crítica cuyo criptograma puede descifrarse con facilidad: Montoneros debía abandonar sus tironeos con “nuestro líder” para hacer posible “la unidad de la clase obrera y el pueblo peronista”.

Pero, al mismo tiempo, la Sabino Navarro sostenía: “Con la burocracia peronista no puede haber frente de liberación nacional, tampoco con (el general Jorge Raúl) Carcargno, con (Ricardo) Balbín y la cúpula de la Confederación General Económica (CGE)”. En ese punto podía saltar en pedazos la “unidad en torno de nuestro líder”, porque precisamente esa burocracia y, por encima de todo, el plan del ministro de Economía, José Ber Gelbard, titular de la CGE, eran el aire que respiraba el gobierno de Perón. En cuanto a Carcagno y al líder radical Ricardo Balbín, la crítica a la conducción montonera estaba clara, puesto que recién terminaba el Operativo Dorrego, de la Juventud Peronista con el Ejército. Al mismo tiempo, Montoneros había sostenido la fórmula Perón-Balbín contra la candidatura vicepresidencial de Isabel Perón.

La Sabino Navarro dice más adelante algo conocido, pero que debe tenerse en cuenta: “Montoneros (…) en su proceso de crecimiento, comenzó internamente a definir proyectos diferentes que surgían de distintas caracterizaciones de la realidad, de la etapa y de las tareas de las organizaciones revolucionarias”. He ahí una definición de lo que no es ni puede ser un partido, sino una federación de grupos que inevitablemente terminará, no en una lucha política interna y hasta de fracciones —recursos en ocasiones válidos, esclarecedores— sino en una puja de camarillas en disputa por el propio lugar. Las diferencias entre esos diversos grupos internos, y entre las organizaciones armadas peronistas, quedaron ocultas por su lucha común contra la dictadura militar, pero ahora, supuestamente, habían logrado la victoria, ahora gobernaba Perón, ahora todo había cambiado y la lucha entre camarillas estallaba en toda su magnitud.

El agrupamiento al cual adhería la Negra Doldán repudiaba en ese documento cualquier unidad “con burócratas y traidores, (que) del brazo con trabajadores y militantes, recorren el mismo camino hacia un objetivo común para la etapa”. Por lo tanto, si bien se lee, repudiaban al peronismo tal como era y como no podía dejar de ser, al tiempo que clamaban por “la unidad en torno de nuestro líder”. Una contradicción en sí misma, insalvable, insuperable.

La Sabino Navarro añadía: “Entendemos así, por unidad, la unidad de la clase obrera y el pueblo peronista en torno de nuestro Líder (con mayúscula) y en torno de un proyecto revolucionario que incluso trasciende a nuestro líder, el proyecto de la Argentina socialista”.

Sin embargo, a quienes se proclamaban peronistas y, al mismo tiempo, partidarios de un “proyecto revolucionario” y de la “Argentina socialista”, Perón no se cansaba de calificarlos, casi a diario, de “infiltrados”. Esa contradicción anunciaba la tragedia.

La Sabino Navarro fue solo una de las múltiples fracciones y rupturas que tuvo Montoneros en esos días, y no fue en modo alguno, ni cercanamente, la más importante. Pero allí estuvo el personaje de nuestra historia y, además, resulta interesante la cacofonía de todo el debate, en el cual nada es lo que parece ser. Ese berenjenal de ideas confusas fue común a todas aquellas escisiones.

Finalmente, la Sabino Navarro no llegó casi a operar. Se disgregó en disidencias internas, cayó en la parálisis y se disolvió sin pena ni gloria en 1975. La Negra Doldán, entonces, volvió a Montoneros y continuó su militancia en Córdoba.

El terror estatal, a esa altura, ya estaba instalado. Triple A, campos de concentración, asesinatos a diario. Sin embargo, la lucha obrera se reconstituía como podía, una y otra vez, aunque tenía su peor enemigo en sus propias conducciones, incluidas las reformistas. Pero ese es otro debate.

A mediados de marzo de 1976, Diputados se disponía a tratar el proyecto de una nueva ley de defensa que ya tenía media sanción del Senado. Según la nueva norma, el Poder Ejecutivo tendría la atribución de establecer zonas de emergencia y teatros de operaciones. El artículo 36 decía: “Si la gravedad de la situación lo aconseja, el Poder Ejecutivo podrá facultar al comandante de la zona de emergencia a aplicar el Código de Justicia Militar”. Es decir, la pena de muerte que, por otra parte, ya regía en plenitud. Ahora se le quería dar fuerza de ley.

También se declaraba delito la promoción de paros, huelgas o “desenvolvimiento irregular” de actividades en empresas y reparticiones públicas, o en privadas que prestaran servicios públicos. De ese modo, un quite de colaboración en una línea de colectivos o en el subterráneo se transformaba en un crimen que podía juzgarse con el Código de Justicia Militar. Como se ve, el golpe se gestaba en las tripas del gobierno peronista. Solo faltaban días para que naciera la bestia.

En la madrugada del lunes 22 de marzo, Montoneros atacó en La Plata un cuartel —tuvo diez bajas y los propios militares dijeron que se trató de una “acción suicida”— y dos puestos policiales.

En la tarde del 23, La Razón tituló en tapa: “Inminente final. Ya todo está dicho”.

Poco antes, el general Jorge Rafael Videla, jefe del Ejército nombrado por Isabel Perón, había advertido: “En la Argentina deberán morir todas las personas que sea necesario para restaurar la paz en el país” (La Opinión, 24/oct/1975).

Había comenzado la madrugada del 24 de marzo cuando el ministro de Defensa, José Deheza, terminó su última reunión con los comandantes militares. Les ofreció el gabinete entero, la disolución del parlamento; todo, menos la presidencia. No era más que el intento postrero de la camarilla fascistoide que gobernaba el país por permanecer, siquiera ficticiamente, al frente de la administración estatal mientras las Fuerzas Armadas ejercerían el poder real. Deheza fue a ese encuentro a ofrecer lo que no tenía; por supuesto, le dijeron que no.

Como había titulado La Razón, todo estaba dicho.

A las 3.21 de ese 24 indeleble, la marcha Ituzaingó interrumpió las emisiones radiales. La Junta Militar había consumado su asalto al poder.

Lo que sobrevino inmediatamente después es demasiado conocido.

Montoneros, ya casi destruido antes de golpe, se mantuvo sin embargo particularmente activo en los días posteriores al 24 de marzo. También empezó a completarse su descalabro. Los militares tomaron el esquema represivo de los franceses en Argelia: una detención, la tortura, la delación y, gracias a eso, nuevas caídas en cadena. Las citas “envenenadas” se hicieron moneda corriente.

Monina cayó más o menos rápidamente. El 26 de abril la secuestró un comando de la III Sección de Operaciones Especiales (OP3), del Departamento de Inteligencia 141 “General Héctor A. Iribarren”, dependiente del III Cuerpo de Ejército conducido por el general Luciano Benjamín Menéndez. Con ella cayó Rosa Mauren Kreiker, “la Turquita”, con quien compartía un departamento frente al hotel Dora, en la capital de Córdoba.

La primera sesión de tortura la sufrió Monina ahí mismo, en su departamento, donde la patota organizó una ratonera. Es decir, varios militares permanecieron en el lugar durante toda la noche y parte del día siguiente, a la espera de que otros militantes llegaran al lugar para secuestrarlos también a ellos.

Eso sucedió en las primeras horas de la mañana siguiente. Un compañero de militancia de la Negra Doldán tocó timbre. “Hacelo entrar”, le ordenaron los milicos a Monina. Ella tomó el portero eléctrico y gritó: “¡Rajate, está la patota!” El recién llegado corrió por su vida y logró huir. Así empezaron a saber los secuestradores que aquella mujer era hueso duro de roer. De inmediato las llevaron a La Perla, a ella y a la “Turquita”.

Todas las sesiones en la “Margarita”, en la sala de torturas, las soportó Monina con el estoicismo aprendido en aquel Lumen Gentium del Concilio Vaticano II. Cuando sus torturadores se convencieron de que no podían quebrarla, intentaron negociar. Otros diez meses la dejaron viva. Por ser quien era, por ser además la viuda de Sabino Navarro, la tomaron como una suerte de trofeo de guerra.

Dicen que el represor Guillermo Barreiro, “el Nabo” Barreiro, gustaba hablar con aquella mujer y discutir de política con ella. La consideraba, según le dijo, un enemigo derrotado que sabía mantener una línea de conducta.

De todos modos, no la dejaron en paz. La mantuvieron en aislamiento, le hicieron escuchar los gritos de las torturas, le mostraron “traslados” de detenidos hacia la muerte, vio morir compañeros en su cuadra de detención. Dicen quienes estuvieron con ella en ese infierno tan real que Monina trataba de organizar grupos ahí adentro, que sentía la obsesión desesperada de avisar afuera lo que ocurría, esa cadena maldita de detenciones, tortura, delaciones, nuevos secuestros. “Las caídas no son aritméticas, son geométricas —le dijo una tarde a un compañero de cuadra. En poco tiempo van caer todos por la cita o por contactos. Hay que hacer algo”.

Ya nada había por hacer, pero Monina lo intentó.

En un momento, los militares le ofrecieron dar una conferencia de prensa para salvar su vida. Ella pensó en aprovechar la ocasión para avisar a la orga: había que dispersarse rápidamente para evitar el secuestro y la muerte. Quiso incluir en la conferencia a militantes jóvenes, secuestrados allí. Le dijeron que no y no hubo conferencia.

Una tarde, un teniente primero de apellido González le dijo: “Ustedes, los prisioneros, son gente muy valiosa, muy capaz, pero esta es una guerra santa y tenemos que destruirlos. Ustedes son los agentes del mal”.

Cuando se frustró aquella conferencia de prensa, Monina supo que su propio traslado era inminente.

Fue una tarde febrero de 1977, no se sabe bien el día, a las cuatro de la tarde. Cuando la fueron a buscar, se fue con ellos, la mano alzada hacia sus compañeros de cuadra, los dedos en V.

Un mayor, oficial joven, dirigía el pelotón de fusilamiento. Monina le pidió un cigarrillo, que no le pusieran vendas y no la ataran. “No te preocupes, no me voy a escapar”, le dijo con una sonrisa tenue. Luego le hizo otro pedido:

“Te pido un favor, dame un abrazo. Después de todo, sos el último ser humano que voy a ver y eso es importante. Porque aunque vos no lo sepas, vos también sos un ser humano ¿sabés?”

Dicen que aquel mayor lloraba mientras daba la orden de fuego, y que poco después pidió la baja.

Así vivió la Negra Doldán su último día de la tragedia montonera.

» La ley civil declara a la mujer inferior al hombre y la condena
a una eterna interdicción… pero cuando se trata de los errores
que ella puede cometer, de las penas en las cuales puede incurrir,
¡oh! Entonces la mujer es tratada como si fuera mayor y es considerada
responsable de todas sus acciones. ¡Eterna contradicción de las antiguas leyes bárbaras!
Ella es cedida como una cosa, pero castigada como una persona».

G. Michelet, La Donna (1856)

Por Alejandro Guerrero (@guerrerodelPO)

Santino Villalba nació preso. Tenía 21 días de vida cuando murió extrañamente ahogado en la Unidad 33, la cárcel de mujeres de Hornos. Las pericias indicaron que su madre no tuvo la culpa de esa muerte. Ella, además, acababa de ser sobreseía en la causa judicial que la había encerrado en esa tumba de muertos vivos. La mujer presenta un cuadro psiquiátrico grave. Santino se ahogó el 14 de febrero de este año.

Menos de un mes después, el 13 de marzo, murió Oriana, de un mes y medio, en la Unidad 88 de Florencio Varela. La niñez encarcelada se muere demasiado a menudo.

Dicen las estadísticas que solo en Hornos hay 63 chicos presos. La mayoría de ellos nació ahí, entre rejas que muchos no traspusieron nunca. No saben qué hay afuera, cómo es la calle.

Sus madres son obviamente pobres. Pobres de solemnidad, pobres de toda pobreza. Por eso están ahí. Sus hijos difícilmente conocerán la libertad. Cuando conozcan las veredas estarán en el encierro de la miseria sin puertas, de escapatoria imposible. Afuera les espera el desamparo o, peor aún, otro encierro, más infame, en un instituto de menores. Nacieron bajo condena.

La mayor parte de las madres presas —y las que no son— están ahí por tráfico de drogas. Son el último eslabón, el más marginal, de una cadena que mueve en el mundo millones de millones de dólares. Empujadas por la pobreza o el sometimiento, son usadas de transporte, de «mulas». Cuando las cápsulas de cocaína no las asesinan al estallarles en las tripas, cuando no terminan presas (muchas veces entregadas para que la policía llene estadísticas) reciben monedas que, claro está, son mucho mejor que nada. En el norte argentino, los guardiacárceles aseguran que los narcos entregan por lo menos a una de cada diez mujeres que mandan a cruzar las fronteras con drogas. Así, la Gendarmería puede mostrar actividad, producir estadísticas para que el negocio siga.

Hay una división sexual en el tráfico de drogas ilegales. Las mujeres son más manejables, más vulnerables, más trágicas. También, más visibles y más indefensas.

Así van a parar a la prisión con sus hijos. Cuando no, dejan de verlos. Para ellas, la cárcel es peor que para los varones. El hombre preso casi siempre recibe ahí visitas familiares, sus hijos lo ven. La mujer encerrada queda sola, desolada, deshilachada. Ni siquiera saben dónde están sus hijos y la depresión las destruye. Cuando no, cuando están con sus hijos, los niños comparten con ella los metros cuadrados cercados por rejas. Comparten también la insalubridad, el maltrato, la violencia cotidiana de la prisión. Y, muchas veces, la muerte violenta. O simplemente la muerte, como Santino, como Oriana.

Otras estadísticas dicen que entre 2009 y 2012 murieron por violencia nueve mujeres en el penal de Ezeiza. Dos de ellas fueron ahorcadas, otras dos asfixiadas, una degollada. De las otras cuatro, ni siquiera se supo bien cómo murieron. Se conoce de ellas poco, muy poco. Nadie reclama por su suerte. Las sobrevivientes, si alzan la voz, conocen el encierro de fieras en los «tubos», las celdas de castigo.

Como si toda la barbarie de un régimen bestial se concentrara en esos pabellones donde, además, vive y muere la niñez encarcelada.

“Recordamos al pueblo alemán que nuestro deporte está construido
sobre el odio… Los nacionalsocialistas no consideramos que sea positivo
para nuestro pueblo permitir que los judíos viajen por nuestro país
y compitan con nuestros mejores atletas”

 Dirección de Deportes de las SS, Berlín, enero de 1936

“Hace algún tiempo uno de los Estados del sur adoptó un nuevo método
de pena capital. El gas venenoso suplantó a la horca. En sus primeras etapas
se instalaba un micrófono en el interior de la hermética cámara de muerte
para que los observadores científicos pudieran escuchar las palabras
del preso que agonizaba… La primera víctima fue un joven negro.
En cuanto la píldora cayó en el recipiente y el gas salió en volutas hacia
lo alto, por el micrófono llegaron estas palabras: ‘Sálvame, Joe Louis. Sálvame, Joe Louis’”.

 Martin Luther King Jr.

Por Alejandro Guerrero (@guerrerodelPO)

Max Sigfried Adolf Otto Schmeling tenía el tipo físico ideal para representar el papel, que él aceptó, de ejemplar sublime de la raza aria: alto, rubio, atlético, boxeador de peso pesado. Nacido en Klein Lucklow el 18 de setiembre de 1905, peleaba desde 1924. Después de 1933 fue un prototipo del partido nazi.

Schmeling no boxeaba mal. Frío, calculador, su cabeza estaba formada en la disciplina táctica del militar prusiano. No subía al ring sin un plan cuidadoso, sin un registro de los puntos débiles del adversario. Luego, trabajaba con paciencia en busca del blanco propicio. Además, la potencia de su derecha, que disparaba en directo con precisión y velocidad, era cosa de respetar.

Cuando llegó a los Estados Unidos, en 1928, tenía 26 triunfos, tres empates y cuatro derrotas —tres de ellas por nocaut— frente a rivales más o menos desconocidos. Ya en Nueva York logró cuatro victorias que lo pusieron en el candelero grande: noqueó a Joe Santa, le ganó por puntos a Joe Sekyra y por nocaut a Johnny Risko. Eso le alcanzó, en un medio decadente, para tener la posibilidad de pelear por el campeonato mundial contra Jack Sharkey.

El título estaba vacante desde el retiro de Genne Tunney, y la mediocridad general hacía difícil organizar un torneo de selección más o menos atractivo. Por eso, les vino bien a los promotores la llegada de ese mastodonte alemán.

La pelea se hizo en el Yankee Stadium el 12 de junio de 1930. Fue un combate extraño. En el cuarto round Sharkey ya ganaba por paliza, cuando, tras un intercambio de golpes intrascendente, Schmeling se tiró al piso y empezó a revolcarse. Gritaba que había recibido un golpe bajo. Sharkey lo miraba asombrado.

La confusión empeoró cuando sonó la campana y entraron en el ring los segundos de los boxeadores. El árbitro, James Crowley, consultó a los jurados, hizo que un médico revisara a Schmeling y, minutos después, anunció que había ganado el alemán por descalificación. Era la primera vez que una pelea por el campeonato del mundo de los pesados terminaba con una decisión de ese tipo. No resultaba raro en una época de campeones casi grotescos, como el italiano Primo Carnera, o mediocres como estos dos que habían peleado en el Yankee Stadium. La Gran Depresión se sentía con fuerza también en el boxeo.

A principios del año siguiente, Schmeling perdió el título casi como lo había ganado. Se negó a darle la revancha a Sharkey y, después de varias intimaciones, le quitaron el campeonato en un escritorio. Finalmente, Schmeling y Sharkey volvieron a pelear —otra vez el título estaba vacante— el 21 de junio de 1932: esta vez ganó Sharkey por puntos.

Después de aquella derrota, Schmeling siguió su campaña norteamericana con suerte diversa. Noqueó a Mickey Walker, un mediano engordado que se había puesto a pelear entre pesados, y fue noqueado (¡vergüenza para la raza aria!) por Max Baer… un judío.

De todos modos, Schmeling volvería a dar que hablar, y mucho, en 1936.

Entretanto, el público bostezaba. La decadencia podía verse en números, que combinaban la crisis de 1929/30 con la mediocridad general de los pugilistas de la época. De los casi 2,7 millones de dólares que dejó en boleterías la revancha entre Jack Dempsey y Gene Tunney el 22 de setiembre de 1927, se había caído a los poco menos de 100 mil dólares recaudados el 29 de junio de 1933 por Sharkey y Primo Carnera.

En ese panorama irrumpió, de pronto, Joseph Louis Barrows, a quien el mundo llamó Joe Louis, tal vez el mejor peso pesado de todos los tiempos.

Louis había nacido el 13 de mayo de 1914 en Lexington, Alabama. Era negro, mestizado con indios cherokees. Obviamente pobre, pobrísimo, y por añadidura sureño. Mala combinación.

El padre, Munroe Barrows, era aparcero en plantaciones de algodón, y su trabajo en la infamia del algodonal no alcanzaba a evitar el hambre. Una mala tarde, el negro aquel alzó sus petates y se fue no se sabe a dónde. Sí se supo que años después murió en un manicomio.

No es sitio el algodonal para que una mujer esté sola. Ido su marido, la madre de Joseph se unió con otro hombre, Pat Brooks, y con sus ocho hijos y los cinco de su nuevo marido marchó con él a Detroit. Allí, Pat había conseguido trabajo en la Ford. Aquel Detroit industrial no se parecía a la ciudad casi abandonada que es hoy, derruida por otra crisis peor que aquella.

Joseph era retraído y un tanto torpe. No habló hasta que hubo cumplido seis años, pero trabajó desde niño cual corresponde a un negro pobre. Fue peón de limpieza, repartidor de hielo y muchas cosas más. En sus ratos libres se dedicaba al mayor de sus placeres: dormir, perderse en el sueño para que transcurriera el tiempo. También boxeaba en un club destartalado de su barrio, un barrio de obreros negros.

Un día, cuando Joseph ya era un muchachón fornido, lo vio practicar John Roxborough, otro negro ya viejo que también vivía apretado por la escasez de monedas. El viejo John sabía de boxeo y de boxeadores, aunque nunca lo había acompañado la suerte. Hasta que vio al muchacho aquel en ese sótano sucio de boxing club. Ese día todo empezó a cambiar para ambos.

—¿Cómo te llamas?, preguntó John cuando ya habían resuelto trabajar juntos.

—Joseph Louis Barrows, contestó el muchacho a media voz.

—Tu nombre es más que largo, no te sirve para boxear. Desde hoy te llamarás solamente Joe Louis.

El 4 de julio de 1934, en el día de la independencia blanca, Joe Louis hizo su primera pelea profesional. Hasta entonces había combatido 54 veces entre aficionados, con 50 victorias (43 por fuera de combate) y cuatro derrotas. Su primer adversario profesional fue Jack Kracken, a quien noqueó en menos de dos minutos. La bolsa de Louis: 52 dólares. Cuando terminó el año, Joe había peleado doce veces y siempre había ganado, dos por puntos y las otras diez por nocaut. Los diarios empezaban a hablar de él.

A esa altura de las cosas, Roxborough se había asociado para conducir a Louis con Julian Black, ducho en el manejo comercial de boxeadores.

Rápidamente, uno y otro advirtieron que tenían oro en polvo entre las manos, y decidieron pedir a Jack Blackburn que se hiciera cargo de la dirección técnica del muchacho. Blackburn, ya retirado y hasta asqueado del mundillo pugilístico, no quiso saber nada:

—Si el muchacho es bueno, y no permite que lo derriben, tardará en conseguir peleas… y si se deja poner nocaut, le dirán acomodaticio y sinvergüenza.

Después de muchos esfuerzos, Roxborough y Black pudieron convencer a Blackburn para que, por lo menos, aceptara ver a Louis y tomarle una prueba ligera. Tal vez para que no lo molestaran más, el hombre aceptó. Después de ver durante algunos minutos el trabajo de ring de aquel veinteañero, se transformó en su entrenador y recuperó su entusiasmo por el boxeo:

—Será un campeón formidable, dijo.

Desde ese día, el trabajo de Blackburn con Joe Louis fue paciente e intenso. Tardes enteras pasaba el entrenador en sesiones privadas con aquel joven. Corregía errores, mejoraba movimientos, cambiaba conceptos, construía poco a poco una de las máquinas de pelea más formidable que haya pisado un ring. En 1935, cuando Louis hizo su estreno en Nueva York, el rapidísimo empresario Mike Jacobs ya tenía un contrato que le aseguraba la parte del león a la hora de repartir las ganancias de aquel a quien los periodistas ya le habían dado un apodo: el Bombardero de Detroit.

En esa primera pelea neoyorquina Louis tuvo enfrente a Primo Carnera. Literalmente lo destruyó. Cuando cayó noqueado en el sexto round, el rostro de aquel italiano protegido de Al Capone era una masa sanguinolenta. Casi enseguida, después de noquear en el primero a King Levinsky, Louis peleó en el Yankee Stadium con Max Baer y le ganó por nocaut en el cuarto. Esa noche se recaudaron 1.000.832 dólares. Había vuelto el boxeo grande.

En enero de 1936, después de noquear en el primer round a Charley Retzlaff, Louis ya parecía una tromba indetenible. ¿Se convertiría en el segundo negro campeón del mundo, en el sucesor de la leyenda de Jack Johnson? La Norteamérica blanca se propuso impedirlo. Otra leyenda, Jack Dempsey, tomó en sus manos esa tarea. “Usted puede propalar la noticia de que estoy empeñado en encontrar una esperanza blanca. En alguna parte del mundo tiene que haber un boxeador de raza blanca capaz de vencer a Louis. Mi misión es encontrarlo”, declaró.

Y encontró a Max Schmeling.

En esos días, Schmeling había peleado con un tal Hamas. Su promotor, el norteamericano Joe Jacobs, subió con él al ring e hizo el saludo nazi. Tuvo un inconveniente: al estirar el brazo se le cayó el cigarro que sostenía entre los dedos y se quemó. La risotada del público fue estentórea.

En enero de 1936 se anunció que Schmeling y Louis pelearían una eliminatoria. El vencedor enfrentaría al campeón mundial, James Braddock. Estarían cara a cara, sobre un ring, un ario “puro” y un mestizo indonegro. Sin demasiado disimulo, así fue presentado el combate.

Al recibirse la noticia, Berlín vivió una explosión pugilística del único modo en que las cosas se vivían en la Alemania de aquellos días. Los diarios, que desde entonces le dedicaron páginas enteras al asunto, multiplicaron sus juramentos sobre la superioridad aria, y expusieron detalladamente los argumentos “científicos” que demostraban las deficiencias biológicas de los negros; ellos, junto con indios, gitanos y judíos, ocupaban los últimos peldaños de la escala humana (casi quedaban fuera de la humanidad).

Cuando la fecha del combate estuvo próxima, Alemania casi no habló de otra cosa y el vapor Bremen zarpó con centenares de alemanes que ponían rumbo a Nueva York con sus banderas y sus esvásticas, para ver la victoria de la raza.

Louis, mientras tanto, solo parecía preocupado por recorrer los hoyos de un campo de golf en menos de cien golpes y, como Jack Johnson, por sus clases de armónica.

Mike Jacobs estaba feliz por el regreso de las recaudaciones millonarias. En Buenos Aires, el periodista Sparrow Mac Gann escribía en el diario La Prensa: “…el boxeo está recuperando su posición perdida en los Estados Unidos gracias a la aparición del sensacional negro Joe Louis”.

Schmeling y Louis terminaron sus entrenamientos el 16 de junio, dos días antes de la pelea. Los norteamericanos desconfiaron de la superioridad aria a la hora de las apuestas, que cerraron 5 a 1 en favor de Louis. Nadie pensaba que Schmeling pudiera soportar de pie más de cuatro rounds. Mejor dicho, casi nadie…

Robb, entrenador de Braddock, advertió que la pelea se le haría difícil a Louis porque Schmeling había mejorado notablemente su técnica, lo cual daba más peligrosidad a su gancho de derecha. El boxeador alemán, decía Robb, manejaba ahora con excelencia sus nociones de tiempo y de distancia; además, doblaba en experiencia a Louis, un profesional todavía novísimo.

Jack Johnson —hasta el momento era el primer y único negro que había logrado el campeonato mundial pesado— preveía la victoria de Schmeling. La Prensa, en Buenos Aires, reproducía sus declaraciones: “Joe Louis jamás pega siguiendo la dirección de su pie izquierdo. No está bien aplomado cuando castiga. El hombre que pueda desplazarse hacia la izquierda, a distancia de Louis, es el que podrá golpearlo bien. Creo que ese hombre es Schmeling…”

Louis no decía nada. Dormilón y glotón, le había costado mucho bajar sus kilos de más. Cuando subió al ring del Yankee Stadium, hacía seis meses que no peleaba.

Hasta el día anterior, un grupo de judíos norteamericanos había hecho circular una carta-cadena. En ella pedía al público que no fuera a ver la pelea, en señal de repudio a las persecuciones en Alemania. “¿Por qué vamos a dejar que los alemanes se lleven nuestro dinero? Escuchemos por radiotelefonía cómo Louis pone knock-out al nazi”, decía la nota.

No hubo caso: 60 mil personas fueron al estadio y se recaudaron 1,6 millón de dólares.

La pelea fue sorprendente. Durante las tres primeras vueltas dominó Louis, aunque Schmeling mostraba buena coordinación e insinuaba la peligrosidad de sus cross y ganchos de derecha. “Louis tiene una falla”, había dicho Schmeling ¿Cuál era? Estaba a la vista del observador atento: los mandobles de izquierda del magnífico negro no volvían, después de la descarga, a su posición original, por lo cual le dejaban un claro a la derecha adversaria. Y la derecha, como se dijo, era la mano más peligrosa de Schmeling.

Se vio en el cuarto round.

Schmeling desenvolvía su plan de pelea, pero en esa cuarta vuelta estaba dos o tres puntos abajo y le crecía un hematoma alrededor del ojo derecho. Por entonces, Louis lanzó un directo de izquierda fallido. La derecha de Schmeling se cruzó por encima del golpe del rival y llegó, precisa, potente, al mentón de Louis. Los pasajeros del Bremen fueron un único grito y un revolear de esvásticas cuando vieron a Joe Louis con una rodilla en el piso.

“El Bombardero de Detroit” se levantó de inmediato, pero estaba mal. Desde ese momento, los 30 años de Schmeling le impusieron su experiencia a los 22 de Louis. En el 12° round, el “ario puro” golpeaba casi a voluntad, mientras sonreía burlón. Louis se derrumbó. Era el nocaut. Los alemanes festejaban como si hubieran ganado la primera batalla de la guerra.

Algo de eso había. El 26 de junio Schmeling llegó a Frankfort a bordo de dirigible Hindeburg. Desde allí fue trasladado a Berlín en un avión especial. En la capital del Reich, el gobierno y el partido nazi le habían preparado una recepción gigantesca. Hitler clamó que se estaba ante otra prueba de la superioridad aria, y prometió la victoria alemana en los Juegos Olímpicos que estaban a punto de comenzar justo allí, en Berlín.

Poco antes, el 8 de marzo de ese 1936, Hitler había gritado en el Reichstag: “¡Por todas partes ruge hoy el tronar de los cañones!”. El día anterior, Alemania había denunciado formalmente el tratado de Locarno, que en 1925 había declarado a la Renania “zona neutral y desmilitarizada”. Fue, como otros, un tratado de vencedores, de reparto de botín. La Renania había estado desde entonces bajo administración francesa. Aquel 8 de marzo, mientras Hitler bramaba en el Reichstag, 25 mil de sus soldados se desplegaban en la frontera renano-francesa y se acantonaban en diversas ciudades de la provincia. París ordenó la fortificación de la línea Maginot, que quedó erizada de artillería.

Después de su discurso, Hitler visitó la planta de la Volkswagen y fue recibido por la plana mayor de la empresa. Esas grandes compañías tenían mucho que agradecerle al nazismo: la industria de guerra empezaba a transformarlas en potencias multinacionales. Así, por la vía de la catástrofe, del incendio del mundo, la economía capitalista salía de la crisis de 1929/30.

Esa era, más o menos, la atmósfera internacional que encontró la primera pelea Louis-Schmeling,  y la que encontraron los Juegos Olímpicos de Berlín. Pero la de los Juegos es otra historia.

Después de vencer a Louis, Schmeling firmó un contrato con el Madison Square Garden que lo comprometía a pelear a la brevedad, ahora por el título, con James Braddock. Ese contrato nunca se cumplió, porque obligaciones militares retuvieron a Schmeling en Alemania.

Por eso, los promotores no tuvieron más remedio que organizar la pelea Braddock-Louis. El combate se hizo en Chicago, el 22 de junio de 1937. Si en 1908, cuando el negro Jack Johnson ganó el campeonato mundial, hubo disturbios raciales por medio país, ahora la victoria de Louis no produjo conmoción: era un resultado demasiado previsto. De todos modos, nadie consideraría campeón del mundo a Louis mientras no se tomara revancha de Max Schmeling.

El momento llegó el 22 de junio de 1938, en el Yankee Stadium de Nueva York.

A mediados de junio de 1938 ni los más ingenuos pensaban que la paz podría sostenerse mucho tiempo más. El 1° de junio, Praga denunció quince violaciones de su espacio aéreo por aviones militares de Alemania, mientras el gobierno reforzaba las fronteras y se sucedían los incidentes armados. Los “sudetes”, o alemanes checos, eran una poderosa avanzada nazi.

El Reino Unido promulgaba una ley de servicio militar obligatorio en caso de guerra, y Francia elevaba a 2.600 el número de sus aviones de combate. En Bratislava, manifestaban eslovacos autonomistas; en Praga lo hacían los socialdemócratas, por la unidad nacional. En Egen, en un café, socialistas alemanes refugiados discuten con sudetes. Un sargento checo, sudete, le dispara un tiro en la pierna a uno de los socialistas alemanes. Aunque el herido era un refugiado antinazi, y el agresor un hitleriano, la prensa en Berlín promete represalias. “Algún día presentaremos la cuenta”, dice un titular del Nachtursgabe.

Joe Louis, indiferente a las cosas del mundo, se entrenaba en Pompton Lakes, Nueva Jersey. Schmeling había instalado campamento en Speculator, estado de Nueva York. Ambos quisieron prepararse lejos del lugar de la pelea, donde la tranquilidad es poca.

En la ciudad de Nueva York, el bund germano-americano despliega cruces gamadas y esvásticas, y marcha por las calles con el retrato de Schmeling. Grupos de izquierda los atacan, y a menudo hay represión policial. A tres semanas de la pelea, un amplio arco de organizaciones antinazis anunció su propósito de boicotearla.

El 4 de junio, los conductores de Louis anuncian que “el Bombardero” ha boxeado 18 rounds durante la última semana, y corrido 50 millas. Pesa 92,800 kilos, dos por encima de su peso ideal de combate, lo cual es excelente para un pesado cuando le faltan veinte días para pelear.

A todo esto, al equipo de preparadores de Louis se incorpora el ex campeón del mundo Gene Tunney. Lleva al campamento un objetivo preciso: enseñarle al pupilo de John Roxborough cómo protegerse de las derechas adversarias. Louis completa su entrenamiento con sesiones vespertinas de remo en un lago próximo, y es visitado a menudo por su amigo Henry Armstrong y por su ex rival James Braddock.

Schmeling tiene un inconveniente: quiere que, otra vez, esté Joe Jacobs en su rincón. No se puede, porque Jacobs, además de no haber aprendido a hacer el saludo nazi sin quemarse los dedos con el cigarro, estaba inhabilitado por preparar tongos con otro de sus pupilos: Tony “Dos Toneladas” Galento, un pesado que trabajaba para el gangster Frank Costello. Schmeling tenía una deuda de gratitud con Jacobs, quien había “convencido” de distintos modos al árbitro Crowley de que Sharkey le había dado un golpe prohibido. Enterado del inconveniente, Schmeling fue a pedir por Jacobs al presidente de la Comisión Atlética de Nueva York, John Phelan. Aseguró que, de no ser escuchado, no pararía hasta llegar al despacho del gobernador del Estado, Herbert Lehman (en un caso así, hasta un gobernador judío le venía bien a un ario de pura cepa).

Una semana antes de la pelea ya se habían vendido entradas por 470 mil dólares, y todo indicaba que la recaudación superaría largamente el millón.

Schmeling tenía 32 años y estaba casado con la actriz Annie Ondra. Era, además, un hombre rico, favorito del régimen nazi y halagado por las muchedumbres alemanas. Tenía un campo extenso en Baviera y un piso lujoso en Berlín.

El 20 de junio, un cable de Associated Press publicado en Buenos Aires decía:

“El autor de esta crónica no olvidará la noche, hace dos años, en que Schmeling, al regresar triunfante de los Estados Unidos después de haber puesto knock-out a Joe Louis, apareció en Berlín, en el estreno de la película del match. Cuanto hay de representativo en Alemania se encontraba aquella noche en el Titiana Palast, que era donde se pasaba el film. La multitud, llena de unción patriótica, llegó casi al histerismo durante el desarrollo de los doce rounds…

“El comentarista gritó en repetidas ocasiones: ‘¡No le pegues bajo, negro! ¡Max te hará pagar por eso!’. Cuando llegó el momento del knock-out, algunos de los jóvenes más exaltados trataron de acercarse a la pantalla (…) y cuando se encendieron las luces y Schmeling apareció en el escenario, sonriente, aquello fue el delirio…

“Un amigo alemán que había observado con calma todo ese proceso, me dijo: ‘Hubiera sido muy malo que perdiera con un negro”.

Tal era el ánimo predominante en la Alemania hitleriana.

Aquella revancha entre Louis y Schmeling, ahora con el campeonato del mundo en juego, fue trasmitida por radio a casi todo el mundo. Cinco grandes cadenas emitieron el combate en inglés, español, portugués y alemán. Sus ondas cortas fueron retrasmitidas por repetidoras de América del Sur, y por otras de casi toda Europa.

Un par de días antes de la pelea, Dick Merril, un aviador amigo de Schmeling, se ofrece a llevarlo en avión a Nueva York. El boxeador acepta de inmediato. Enterado Mike Jacobs del asunto, telegrafía de inmediato a Schmeling: “Tenemos un negocio de 1 millón de dólares y no vamos a arriesgarnos ahora. Le prohíbo terminantemente que viaje en avión”. A Schmeling, la prohibición de Jacobs le importa muy poco: el 21 de junio llegó en avión a Newark, y de ahí se trasladó en automóvil no se supo adónde.

Mientras tanto, en las calles se producían más incidentes entre grupos hitleristas y militantes antinazis. Louis, siempre callado, esta vez habla de la pelea: “Lo dejaré knock-out en dos rounds. Saldré a combatir, dos años enteros he esperado este desquite”.

El día del combate, el Partido Comunista reparte volantes dirigidos específicamente contra Schmeling. Al mismo tiempo, en prevención por el anunciado boicot de los antihitleristas, más de 3 mil policías se distribuyen en los alrededores del estadio. Al empezar la pelea había 80 mil personas en el Yankee Stadium. El árbitro era Arthur Donovan.

En las tribunas y en el ring-side, los activistas del bund germano-americano resultan ser más de los que se suponía. Centenares de ellos braman por Schmeling, gritan contra Louis y contra todos los negros y, claro está, despliegan y hacen ondear decenas de banderas rojas con la esvástica en el círculo blanco central.

Joe Louis sube primero. La mayor parte del público está con él, pero los nazis ponen mayor entusiasmo. Amenazantes, miran a Louis y solo le gritan “¡negro! ¡negro!”. Seguramente, ese debía ser para ellos el peor de los insultos. Quizá no hicieron bien…

Schmeling subió muy serio. Apenas traspuso las cuerdas, fue al rincón de Louis y saludó a su rival. Fue un apretón de manos brevísimo, acompañado por un rechinar de miradas en las que se cruzaron odios antiguos, persistentes.

El campeón alemán se había dado el lujo de aconsejar a su adversario que boxeara tranquilo: “Si se pone muy agresivo, ganaré antes”. En general, todos los entendidos preveían una pelea larga, de estrategia difícil, complicada.

Seguramente, Schmeling también esperaba un desarrollo así. Por eso, no habrá entendido demasiado qué era eso que salió del rincón de Louis. Solo habrá sabido, con toda certeza, que aquello lo estaba aplastando con la fuerza elemental de una furia inmediata, incapaz de esperar.

Louis casi corre hacia Schmeling en cuanto suena la primera campana, y en los dos o tres segundos iniciales coloca dos ganchos de izquierda tremendos. Schmeling se agazapa, retrocede, quiere salir del camino de esa aplanadora que se le viene encima. No puede. Louis tiene los ojos bien abiertos, las piernas y los brazos en movimiento continuo. Ahí va el Bombardero, a terminar enseguida, y pega una seguidilla demoledora de golpes cortos mientras su rival se ovilla contra las cuerdas. Schmeling coloca entonces una derecha breve, pero el remolino no para. Louis golpea con un gancho de derecha al plexo. Entre la gritería que baja de las tribunas y se expande por el ring-side, en el banco de prensa, pegado al cuadrilátero, se escucha nítidamente el gemido de dolor que ese golpe le arranca a Schmeling. La violencia que despliega Louis es alucinante. Tiene una hostilidad absoluta, completa, casi hermosa.

Detrás de ese gancho al cuerpo va otro a la cabeza. Schmeling se tambalea. El ario puro, echado contra las cuerdas, recibe una negra derecha, seca, y se derrumba. Está tres segundos en el piso, y cuando se pone de pie es un tembladeral. Un cronista de AP dirá de él: “Cuando se incorporó parecía sorprendido, atónito”.

Louis no le da tiempo para casi nada, de nuevo va hacia él. Cuando logra la distancia justa, el Bombardero conecta un uno-dos. Schmeling cae otra vez y de nuevo se levanta. Quizá pocos hayan visto, como él, que su propia muerte los miraba desde los ojos del rival, para decirlo con palabras de Norman Mailer. Louis va a la carga nuevamente. Ahora necesita un solo golpe, un derechazo recto a la mandíbula del superhombre ario. La espalda de Schmeling golpea la lona con un ruido sordo, definitivo. Está noqueado. La pelea duró dos minutos y cuatro segundos.

En Alemania, centenares de miles escucharon por radio aquel aluvión negro y se hundieron en un silencio de plomo.

Al día siguiente, el diario de Paul Joseph Goebbels, Del Angrif, trató de tomar las cosas con calma: “Es un resultado amargo, pero no un desastre nacional. Hay tan pocos motivos como ayer para que Alemania haga del match una cuestión racial o política, como han hecho del otro lado”.

Harlem, en cambio, vivía algo más que una victoria deportiva. La Nación del 23 de junio de 1938 escribe:

“Millares de negros llenaron por completo la famosa avenida Lenox y calles adyacentes. El barrio ofrece aires de fiesta. Todos los bares y restaurantes habían instalado altavoces para permitir a la multitud seguir las alternativas del match. Durante el transcurso de la breve lucha la multitud exteriorizó su alegría cuando el campeón negro martilleaba al alemán. Ahora, una vez terminado el match, los bares se llenan de gente, se organizan bailes populares, las ventanas están abiertas y las orquestas entonan por todas partes músicas alegres.

“La fiesta durará, probablemente, toda la noche…”

Schmeling, durante la II Guerra Mundial, fue paracaidista de elite en la Fuerza Aérea alemana, la Luftwaffe, y combatió en la Batalla de Creta. En un salto se rompió los tobillos y no pudo volver a boxear. Cuando el Plan Marshall acompañó la recuperación económica de Europa en la posguerra y el capitalismo hubo salido de su crisis por medio de la masacre masiva, Schmeling fue representante de la Coca-Cola en su país. Llegó a ser un hombre muy rico y, como otros nazis reciclados, un demócrata de prestigio. Falleció en 2005.

Louis murió en la miseria en 1981. Schmeling pagó los gastos de la enfermedad y hasta el entierro de aquel Bombardero que lo había destruido hacía más de cuarenta años.

Fue vano el ruego del muchacho negro ejecutado en la cámara de gas: “¡Sálvame, Joe Louis! ¡Sálvame, Joe Louis!”. El Bombardero de Detroit fue uno de aquellos boxeadores fascinantes, que pueden derrumbar a un hombre con solo estirar el brazo. Pero no podía salvarse ni a sí mismo.

Las vetas abiertas de Potosí

Publicado: marzo 5, 2014 en Crónicas
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En Cerro Rico de Potosí, Bolivia, hace 500 años que andan en eso de vaciar la montaña para vender minerales. Son 4200 metros de altura, apenas se puede respirar y hay más riesgo de morir que de hacerse rico. Aun así, muchos mineros se sienten libres. Un cronista hace un tour por el centro de la tierra para entender esa libertad. Y logra salir.

Por Brian Majlin*

Lo primero es el olor a coca. Después viene el frío: hasta que te internás en la montaña –dos o tres pisos al menos– el frío es infernal. Luego, hacia el centro de la tierra, el calor también es infernal. Pero primero siento el frío.

Y el olor a coca.

Para poder respirar aquí adentro, entre las cuevas del Cerro Rico de Potosí, es imperioso mascarla. Acullicarla. Pijcharla. Todos sinónimos para un mismo fin: sobrevivir a la falta de oxígeno. Sin el tamiz de la coca, no hay aire puro ni saliva, y la boca se empasta. El aire pasa por las fosas nasales y se mezcla con los fluidos que bajan por la garganta.Sin el filtro de las hojas, todo lo que llega a los pulmones es arsénico y sulfato de cobre. Ya en los primeros doscientos metros me doy cuenta de eso. Aunque no me guste, necesito la coca. El polvo no deja ver, pero sobre todo no deja respirar.

Voy siguiendo a Irblin: una guía turística considerada uno más por los trabajadores mineros. Soy parte de un tour de seis argentinos en la Sección El Rosario de esta montaña. Vamos caminando a 4200 metros de altura, entre galerías peladas por 500 años de explosiones y explotación: los minerales se sacan a fuerza de dinamita y trabajo humano.

Aquí, el polvo es el paisaje. El campo de visión es de un metro. Llevo uno de esos cascos con linterna y la luz está encendida, pero no consigo ver más allá de los pies del que va delante de mí. Golpeo mi cabeza entre los callopos –troncos que contienen el techo- y arrastro las botas. Me pesan las botas. El suelo es de una blandura especial; una combinación de barro, restos de mineral, polvo y agua. El techo está muy cerca, el piso se deshace, el aire es una mezcla de amoníaco y arsénico: esto no puede llamarse turismo. No, al menos, si por turista se entiende al que disfruta del aire puro en la playa o la montaña.

Acá no hay aire puro. El olor a coca es amargo y ácido. Sus jugos también lo son. El olor se impregna en el cuerpo y sale con el sudor. Un minero -o un turista que hace este camino de mineros- suda olor a coca.

La coca es omnipresente en los socavones. Sin ella no hay aire. Con ella, el aire huele agrio.

-Miren bien donde pisan -dice la voz de la guía desde un sitio invisible, pocos metros adelante.

En estos primeros doscientos metros las pisadas son inseguras. Las paredes están repletas de vetas agujereadas y gastadas. La montaña está vacía, silenciosa. Los muros se angostan cada vez más. La oscuridad y el polvo hacen al aire aún más frío. Me consuelo: estoy acá por elección propia. Estoy acá porque soy turista.

A cada rato se achican los túneles y no cabe más que el vagón por el que sacan el mineral extraído. En ese momento debo agacharme. Estoy agachado. Hundo mis rodillas en el fango y puedo sentir la temperatura de la tierra. Por el túnel no cabe más que el cuerpo agazapado. Cien metros de arrastrarme y llego a una galería más amplia. Allí están los demás turistas.

-No puedo seguir, no puedo, me falta el aire -gimotea una de las chicas del grupo. Irblin duda –la salida está a unos cuatrocientos metros de túnelesyle da una respuesta conveniente: le promete que estará mejor. No veo a la chica –está detrás de mí- pero oigo su respiración agitada y algunos sollozos. Una amiga la consuela:

-Dale, no te preocupes que ya casi estamos.

Es mentira. Faltan dos horas de caminata dentro de la montaña. Un minero se acerca y le explica que andar este camino es la única posibilidad de vivir lo que ellos viven a diario hace siglos. Así le dice:

-No puedes irte.

La chica se tranquiliza. Nuestra guía avanza. Ya no hay sollozos ni gimoteos. La respiración se ha normalizado.

El techo sigue siendo bajo, pero cabemos en cuclillas: la posición favorita de los mineros para el descanso. Irblin se acuclilla delante de mí y sonríe jadeante. Lleva más de cuarenta años entrando y saliendo de la mina, pero aún sufre por esa tortura invisible que es el sorojchi: el aire de altura no tiene oxígeno.

Detrás de ella el camino se bifurca. Más adelante sabré que toda la montaña está ramificada hasta el hastío y que no existe mapa de esos caminos, que nadie sabe el camino exacto de regreso; pero por ahora creo que es un buen paseo.

-La montaña está como un queso gruyere -dice Irblin, mientras invita a continuar el tour.

Cuando estoy en movimiento casi no puedo hablar. Irblin lo hace con soltura. Cuenta que hay 15000 hombres, mujeres y niños trabajando en la montaña gruyere. A cada rato me topo con ellos. De lejos todos se ven igual, pero de cerca los niños tienen cuerpos más pequeños y rostros infantiles. Hemos avanzado cientos de metros y el aire comienza a tornarse caliente y seco. El olor es más ácido.

-Muy pocos trabajadores usan máscaras para evitar el olor y el polvo -advierte la guía. Son incómodas y costosas, no todos acceden a ellas.

La piel de los mineros está ajada. Sus caras lo están y sus manos también. Sus rodillas están hechas trizas, por tanto agacharse y pararse, agacharse y pararse. Yo avanzo como puedo y, cada treinta segundos, engullo un manojo de hojas sin poder quitarles el tallo en el apuro. Las masco con torpeza, me ensucio los dientes y las tiro al suelo con rabia, por el mal sabor y la dependencia que generan. Voy sembrando el suelo de pequeños montoncitos de yerba muerta. Nada resuelve el polvo que se cuela en la boca, se siente entre dientes y reseca la garganta y los pulmones.

Los mineros –Irblin también- acullican la coca sin mascarla. Solo dejan cientos de hojas al costado de la boca y sacan el jugo con bicarbonato o llijta: una lejía hecha de ceniza de quinua, con arroz y anís. Los acullis –descansos para consumir coca—son momentos sagrados en la mina. Con eso, un minero resiste entre diez y doce horas de trabajo sin alimento. A veces, como la necesidad y la ambición van de la mano, se quedan hasta 24 horas.

No sé cómo lo hacen. Llevo apenas veinte minutos aquí adentro y he perdido el eje. Mi horizonte era un paseo por el mundo viejo de la minería: por el Virreinato del Alto Perú. Quería conocer el padecimiento de los mineros, pero Irblin se ríe. Por primera vez en la tarde, se ríe. Yo empiezo a sufrir.

***

Dicen que dicen que cuando el emperador inca Huayna Cápac llegó a Potosí, el sitio aún no tenía nombre ni estaba explotado. Luego, en 1545, el capitán español Juan de Villarroel lo descubrió e hizo lo que sabían hacer los españoles por entonces: robó para la corona. El suyo no fue un robo menor: empezó a explotar las riquezas del Cerro Rico, una costumbre que la Corona mantendría por cientos de años. Claro que él no sabía que iniciaba una larga tradición cuando ese 1º de abril puso la bandera española y comenzó a explotar –esclavizar—a miles de indígenas locales. Los indígenas, por su parte, se dejaban explotar.

En ese entonces, los Incas –antepasados de Irblin – no creían que esas montañas les pertenecieran. Circulaba una leyenda que explicaba -según dicen que dicen- que la montaña no era para ellos sino para otros, pues sus apus -dioses propios de la montaña- proferían sonidos estentóreos, que eran vistos como explosiones proféticas por los incas.

-¡P’utuqsí!”-dijeron unos.

-¡P’utuqsí!-repusieron otros.

En su lengua, p’utuqsi significaba explosión. Para Villarroel, en cambio, habrá sonado a dinero. “Se llamará Potosí”, dijo poco tiempo después el español y -dicen que dicen- usó esa mítica explicación para justificar su apropiación.

***

Cuando alcanzamos el tercer nivel –hacia abajo-, en el medio de un asfixiante aire caliente cargado de arsénico, Irblin invita a tomar asiento alrededor del famoso Tío. Es el amo y señor de la mina: un dios en minúscula que representa al diablo, con cuernos y todo. Aquí adentro, bajo la tierra y en el calor sofocante, éste es el único dios posible.

-Los mineros le ofrendan alcohol y hojas de coca. Celebran con él cada semana y en carnavales lo adornan. Le piden que los proteja. Que no se los quede aquí en la mina -explica Irblin.

Apenas recupero el aliento cuando arroja un chorro puro de alcohol –el mismo que beben los trabajadores- sobre el inmenso pene del Tío. La figura demoníaca tiene un pene sobresaliente. Es el receptor máximo de las ofrendas, porque aporta la fertilidad y permite que saquen muchos minerales.

La mayor parte de la mitología y teología indígena es pagana. Estas creencias de los mineros remiten a la figura estoica de Domitila Chungara, máxima representante de las mujeres de la mina desde la década de 1970, que solía contar con dolor cómo la religión tradicionalsometía a sus fieles. Y cómo ella, antes evangélica y luego marxista -y aún así creyente-, había sido expulsada de la iglesia en la que participaba por sus posiciones políticas contrarias a la idea de que el cielo se gana resignándose en la tierra. Para ella los trabajadores no debían resignarse a su miseria terrenal en aras de un futuro celestial promisorio: si trabajaban en la tierra, merecían vivir bien en ella.

Cuando le pregunto por la situación en que viven hoy, Irblin quiebra el relato y la voz. Recuerda las épocas de gloria del proletariado minero boliviano. Repasa la nacionalización primero y la privatización después:

-Creímos en la Revolución del 52, porque se nacionalizó la minería y prometieron mejorar nuestra situación, pero los líderes nos traicionaron y no llegaron las mejoras prometidas. Fueron largos años de desencanto y la privatización del 85 empeoró todo: dejaron a miles sin trabajo.

Irblin se frota las manos antes de continuar. Tras años de desguace, algunas minas son privadas, otras nacionales y algunas cooperativas. Aquí dentro hay cooperativistas. Vamos hacia abajo. Le toco el hombro y gira desconfiada.

-¿Están mejor o peor hoy día?

-Ahora somos libres. Los mineros lo son porque trabajan cuando quieren -dice, y me indica el camino.

No todos piensan igual afuera de este sitio. La COB (Central Obrera Boliviana) acaba de nombrar Secretario a Juan Carlos Trujillo, un pujante minero de 32 años que trabaja en Huanuni: una empresa nacional con un sindicalismo combativo que ha conseguido mejores condiciones de trabajo que todas las empresas privadas mineras del país. Al asumir, su primera exigencia fue aumento de salarios y mejoras para el sector y para los trabajadores en general. En respuesta, la COMIBOL (Corporación Minera de Bolivia) ha dicho que Huanuni es “ineficiente”. La quieren cerrar.

***

Hace 100 años el indio era resignado, dice Donata Ari, personaje central de Socavones de angustia, una historia emblemática sobre minería escrita por Francisco Velarde en 1940. Quechuas o aymaras, todos eran igualmente quedos ante la dominación religiosa.Hoy, sin embargo, cuando florecen mil iglesias, Irblin dice que se sienten libres.

-Gracias a dios, hoy los mineros son libres, porque trabajan cuanto quieren -dice.

De acuerdo con Irblin, la libertad se basa exclusivamente en la falta de patrones y mayordomos, esos seres que rigieron la vida y obra de las minas desde 1545 hasta 1952 y que, a decir verdad, aún lo hacen en la mayor parte de las minas, concesionadas a empresas privadas desde 1985. Tres ejemplos entre las más importantes: San Bartolomé es explotada por capitales de Estados Unidos, San Cristóbal por capitales japoneses y Sinchi Wayra por una multinacional que tributa regalías a su casa matriz en Suiza.

-Ahora tenemos mayor libertad -insiste Irblin mientras vamos bajando.

Para descender de nivel hay que tomarse de una escalerilla improvisada con maderas. Está sostenida a ambos lados por piedras que resbalan y se zafan a cada rato. Cuando eso ocurre, hay que volver a trabarlas manualmente. Luego se va bajando de frente, apoyando la cola en cada peldaño. Voy por el cuarto escalón –de seis- y me aferro a los bordes con vehemencia. Tengo las piernas entumecidas por tanto tiempo de estar agazapado. Los músculos se atrofian por el temor y el desgaste. Hago un esfuerzo desmedido para sentir la libertad que describen los mineros cooperativistas.

-Los mineros se dividen en cooperativas y trabajan cuanto quieren -repite Irblin.

Y agrega que tienen escalafones y regímenes de trabajo, que hurgan en la mina entre 8 y hasta 15 o 24 horas diarias,y que descienden a pie y a sombra, con el agua a las rodillas y el calor hinchándoles las venas. Cargan explosivos, barrenos, martillos y picos. También mochilas, donde colocan lo que sacan con suerte y experiencia y venden con astucia o fortuna.

-Al menos las empresas privadas nos dejaron el martillo neumático, que es más tecnológico –ironiza a medias Irblin, mientras seguimos bajando.

Llego al cuarto nivel con las piernas temblorosas y sudando olor a coca. El calor se hace más intenso. El rugir del trabajo se mezcla con el de los derrumbes. El ruido es ensordecedor: explosiones, martillazos, gritos. En ese paisaje encuentro y conozco a Mario y Jorge, dos trabajadores mineros. Están en uno de los socavones. Hacia el tope –final de una galería-, a pocos metros de distancia y sobre los callopos, persiguen una veta de estaño y pirita. El aire aquí es irrespirable. Les acerco el jugo y la coca que el turista debe llevar a los mineros. Fuimos aconsejados para entregar ofrendas al Tío y también a los trabajadores. Doy lo mío como pidiendo disculpas.

Mario agradece, se mete un manojo de coca en la boca y cuenta lo suyo. Es socio de la cooperativa y posee su propia galería. Su pedacito de montaña que explotar. Lleva 16 años allí y nos obsequia un poco de pirita:

-Este es el oro de los tontos, porque brilla y confunde.

Los tontos agradecemos. Jorge es aprendiz y hace dos años que, además de ir al secundario, baja a la mina tres veces por semana para seguir el destino de minero. Sus ojos son opacos y no ríe. Hace todo lo que Mario le indica, incluso saluda y habla cuando él se lo señala. Jorge piensa que pronto ascenderá a minero de segunda. Lo dice sin emoción. De ahí a su galería propia hay pocos años. Jorge lo imagina así:

-Entonces seré mi propio jefe.

***

-Seguimos siendo un país minero -dirá el presidente a la Nación pocos días después de mi visita a Cerro Rico.

En medio de los festejos por el segundo año del Estado Plurinacional, que reemplazó discursiva y administrativamente a la República Liberal que existió por 184 años en Bolivia, Evo Morales Ayma dirá a la Asamblea Legislativa, y en cadena nacional a Irblin, a los diez millones de bolivianos y al mundo entero, que Bolivia va por la “verdadera descolonización” y que sigue siendo “un país minero”. Que la explotación aumentó en el último sexenio en que el partido gobernante MAS (Movimiento al Socialismo) estuvo al mando.

Los números avalan el optimismo: la bonanza de los precios del mercado extranjero –y aquí, minerales e hidrocarburos se anotan el 80% de las exportaciones y divisas – ha hecho las delicias de la actividad originaria de este país colonia.

Esto bien lo saben los ex mineros de Catavi (departamento de Potosí) relocalizados en otras ciudades. Durante el discurso de Morales, estos hombres –desempleados desde la privatización de 1985- estarán acampando y haciendo huelga de hambre en la tradicional Iglesia San Francisco, en La Paz. Cuando me acerque a ellos, ya fuera de la mina y en pleno centro de la Capital, gritarán su problema, tumultuosos y algo sedientos. ¿Cuál será el pedido?

-Hace años reclamamos lo que es nuestro -dirá Esther.

Lo confirmará el abogado que los representa ante la COMIBOL (Corporación Minera de Bolivia): un hombre de traje y gafas cuadradas, que puesto a dar explicaciones dirá que desde la privatización y relocalización de 1985, les deben catorce millones de pesos bolivianos –algo más de dos millones de dólares—a miles de mineros.

Luego del encuentro, me quedaré pensando en esta frase: “lo que es nuestro”.

En sus mejores épocas, Catavi alojó a más de diez mil mineros y fue el mayor yacimiento de estaño del mundo. Primero lo disfrutó España y después la empresa Patiño Mines, de Simón Iturri Patiño, uno de los aún recordadosbarones del estaño. En esos años, junto a Mauricio Hoschild y Carlos Víctor Aramayo, se quedaron con todas las riquezas, explotaron a todos y hasta se dieron el lujo de mandar a los mandatarios. Pero eso fue hasta 1952. Después vino la revolución y con ella los supuestos cambios. De ser explotados por empresarios, los miles de mineros que sostenían a Bolivia pasaron a ser explotados por el Estado.

-En 1952 creímos que seríamos libres -dice Irblin dentro de la mina.

En 1952 fuimos ingenuos y dejamos que tomaran el poder otros en nuestro nombre”, dice Domitila Chungara en su libro.

Entre la nacionalización y la posterior privatización pasaron treinta y tres años. Nada mejoró a lo largo de ese tiempo: se fue desmadrando el presupuesto público año a año, la minería nunca dio los frutos necesarios, los trabajadores se encontraron haciendo un sacrificio por el país pero nunca alcanzaban las cuotas previstas y sus economías se empobrecieron. A la vera de ese caos, acechaban las tendencias neoliberales y privatistas. El mismo Víctor Paz Estenssoro y el mismo Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) -que habían firmado la nacionalización en el 52- firmaron el decreto que acabó con el trabajo de miles de personas y selló el ajuste.

-Somos 4500 y dimos de comer a Bolivia por muchos años, antes de que nos botaran –me dirá Gloria en unos días, en La Paz, con la complexión abatida por años de sol y sombra, gesticulando con sus manos arrugadísimas—. Muchos han muerto de viejitos y enfermos, sin ver un solo penique, pero aún somos miles.

Cuando me vaya hastael imponente edificio que la COMIBOL tiene en La Paz, donde no hay emprendimientos mineros ni fango ni olor a coca, y desde donde se digitan los destinos de la minería nacional, pensaré en la palabra “relocalizados”. Un eufemismo siniestro que describe a los cuarenta mil ex mineros desterrados que pululan por Bolivia.

¿Qué hacer con las minas? Resulta menos costoso cerrarlas. Pero, ¿y los mineros?”, se preguntaba el escritor boliviano Ted Córdova Claure en un artículo publicado a principios de 1986 por la revista Nueva Sociedad. Finalmente, la respuesta a esa pregunta vino con una ordenanza.

Como toda ley relevante, se la recuerda por su número. En Bolivia basta nombrar a la 21060, así, a secas, para que los gestos se tornen sombríos. En 1985, legalmente, las empresas antes nacionales y luego privadas dejaron en la calle a 50 mil personas sin indemnización. Aún brotan los reclamos. El año pasado, un millar de ex mineros de Catavi arregló por lo bajo y cobró una tajadita. Otros, la mayor parte, siguen haciendo huelgas de hambre o muriendo sin cobrar nada.

***

La eterna ilusión de los indios es tener tierra propia en el valle, sin patrones malos y trabajando para sí mismos”, dice Velarde en su novela.

Los relocalizados que fueron expulsados de la mina tenían, por lo general, dos posibilidades: trabajar en el campo o dedicarse al turismo. Como para Irblin, que ahora nos guía hacia la parte baja de la mina, donde el ruido de la producción es ensordecedor, el turismo es una opción atractiva que –casi siempre- sigue ligada a la minería.

Al salir de la montaña conoceré a otros trabajadores del turismo. A diferencia de Irblin, ellos nunca han trabajado en el interior de la mina. En la propia ciudad de Potosí, Francs vive del turismo y aunque me dirá que suele ir a la mina desde pequeño –primero fue aprendiz, luego chofer turístico—no trabaja allí salvo cuando le piden que lleve un tour. Quizás por eso –veré- es tan vivaz y simpático. Ríe más que cualquier otro potosino y contará las miserias de su vida con locuacidad y sin signos de preocupación.

Conoceré a Francs cuando me lleve, en unos días, a conocer el Ojo del Inca, la otra maravilla turística que deja la montaña potosina: un piletón termal en pleno volcán. Iré en compañía de Yasmany, el hijo de 14 años de Francs. Aunque su familia vive del turismo, Yasmani -dirá- quiere ser militar. La razón: las armas son la única forma de ganar un dinero sin entrar en las minas.

En Bolivia hay dos o tres salidas posibles a la pobreza: trabajar en la mina, trabajar de la mina –en turismo—o trabajar en el campo. Y, a decir verdad, pocos salen de la pobreza. También se puede mendigar, pero eso queda relegado a los que quedan incapacitados para trabajar por dolencias o ya son demasiado viejos para hacerlo. Por eso, y con el anhelo presente de jamás depender de la mina, ellos soñarán con una vida de armas y con un sueldo.

El salario mínimo legal de Bolivia ronda los 1500 pesos bolivianos mensuales, poco más de doscientos dólares norteamericanos. Francs junta casi 2200, pero asegurará que, aunque le va bien, no le alcanza para mantener a las tres personas de su familia.

-A otros les va peor -dirá.

El sueldo mínimo real desciende a seiscientos pesos, menos de cien dólares al mes. Los promedios, oficiales y privados, varían entre ochocientos y mil doscientos pesos.

Pero hay datos que dan vida a esos números: el valor de un almuerzo con sopa, segundo plato y soda es de doce pesos. Con treinta almuerzos se quema el sueldo. Supongamos que se cocina en casa: el gas que se vende a la Argentina y Brasil a precio de convenio amistoso, se paga en Bolivia a precio de mercado. Y muchas viviendas consumen aún la cavernaria garrafa.

***

En Bolivia, como en todo país del tercer mundo que se precie, los diarios anuncian las cotizaciones del Euro y el Dólar. En Potosí, además, señalan el valor internacional del Oro, la Plata, el Zinc y, por fin, del tesoro nacional: el Estaño. Supongo que en Santa Fe –Argentina- marcarán el valor de la soja, en Santiago -de Chile- el valor del cobre y en Manizales –Colombia- el valor del café. Son inframundos coloniales

La colonia mental se enquista en los mineros. Los hace huraños. Lo entiendo mientras salimos de la montaña. Irblin es hosca. Pocas veces he visto alguien a quien le costara tanto sonreír. Parece que le cobraran por ello o hasta por hablar. Lo hace a desgano. Es silenciosa e indiferente. Lleva la mina empotrada en el alma. En el pecho. Tiene treinta y cinco años, pero parece de unos cincuenta. Son años de curtirse entre el polvillo y la sombra húmeda de los socavones. “No existen mapas de la mina, todo está en la cabeza del minero”, explica con la voz ronca, mientras nos guía fuera de la montaña: hacia la luz.

¿Por qué los mineros tienen el carácter tan huraño y hosco?”, se pregunta la india Donata Ari. Aquella pregunta ingenua, casi retórica, queda respondida con las tragedias de los protagonistas. Una pregunta abierta: ¿por qué Irblin es tan hosca?

Lleva tiempo llegar a conocer a un minero e Irblin es una de ellos. Para comprenderla, hay que ir desmalezando el terreno, o rodeando la caparazón: los mineros por fuera son rudos, hoscos, callados. Tienen una historia.

En la misma porción de mina en la que hoy está Irblin, también vivió y murió su abuela, cuenta. Una chola que fue ama de casa, palliri –trabajo de las mujeres en ingenios linderos a la mina, separando minerales de las piedras sacadas por los hombres—y luego cocinera para mineros en el campamento. Luego murió y fue historia.

Las manos de Irblin muestran líneas y arrugas. Son como las vetas de esta montaña, las ranuras por donde se deja ver el metal, que han guiado por siglos a los hombres de estas tierras hacia el bien preciado: el mineral libertador. En esa búsqueda también anduvo el marido de Irblin, pero murió hace unos años. Lo cuenta con la misma seriedad con que relata la ruta que seguimos:

-Se murió y yo tuve que trabajar en la mina para mantener a mis dos hijos.

Como Donata Ari, la de ficción, y como Domitila Chungara, la de carne y hueso. Las mujeres de mineros quedan por siempre ligadas a la mina. Con o sin maridos.

Aunque se hizo norma entre los mineros, el esposo de Irblin no murió ahogado por tierra ni rasguñando las piedras. Se fue de juerga con compañeros, en las jornadas de los sábados a la noche –tradicional desde hace más de 100 años—y se ahogó en su propio vómito. Así fue como Irblin quedó atada por siempre a esta montaña que ama y odia en gestos tan indiferentes como significativos.

La libertad de los mineros está supeditada a la explotación de la montaña, y ésta a los vaivenes del mercado internacional. A algunos deudores de las mitas y el yanaconazgo les basta. Lo explica Irblin, que lleva 35 años pegada a la mina. Lo rubrican Jorge, Mario o Francs. Como si fuera su karma. Yo, que tengo mis manos pulcras y suaves, no puedo juzgarlos.

Cuando llego a la luz y el aire frío llega a mis pulmones, encuentro mi propia libertad.

*Crónica escrita en marzo de 2012.