Archivos para julio, 2015

Cursos de fotografía

Publicado: julio 23, 2015 en Cursos
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Les acercamos las propuestas de los cursos de Fotografía en el centro Cultural León León, que comienzan nuevamente en agosto. Se trata de dos cursos, uno de introduccióna al fotografía para quienes recién comienzan, y un segundo nivel destinado la búsqueda de la mirada creativa.


Se agradece la difusión de esta información!

Más información sobre Sol Kutner: www.solkutner.com 
 

Contacto: solkutner@gmail.com / FB: Sol Kutner Fotografía


Curso Inicial de Fotografía
 
Centro Cultural León*León
Nicaragua 4432 (Palermo)
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Nivel 1: Curso Inicial
Horario: Sábados 16 a 18 hs.
Duración: 8 clases + 1 salida fotográfica
Comienza el sábado 8 de  agosto
 
El taller apunta a una primera aproximación a la fotografía como lenguaje creativo. Se buscará que los alumnos aprendan a utilizar sus cámaras para tomar la luz como materia prima, poniéndola al servicio de su expresividad. Para ello, se trabajará tanto sobre los recursos técnicos (apertura, velocidades de obturación, ISO, lentes, balance de blancos, flash, etc.), como con la percepción visual y la construcción un mensaje a través de la composición.
 
Para ver trabajos realizados por alumnos de cursos iniciales anteriores, hacer click aquí.
curso inicial 2
Nivel 2: Mirada creativa. ¿Cómo utilizar el lenguaje fotográfico para expresarnos?

Horario: Miércoles de 19 a 21 hs.
Duración: 8 clases

Comienza el  miércoles 12 de  agosto

El taller apunta a profundizar el uso de la fotografía como lenguaje creativo. A lo largo del curso, los alumnos desarrollarán una búsqueda personal tomando las herramientas técnicas (manejo de cámara, organización de la imagen,teoría del color) para realizar un proyecto personal breve.

Más información sobre Sol Kutner: www.solkutner.com 
 

Contacto: solkutner@gmail.com / FB: Sol Kutner Fotografía

Pesca en Neptunia

Publicado: julio 14, 2015 en Fotografía
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«Si quieres pescar pececitos, puedes permanecer en aguas poco profundas. Pero si quieres pescar un gran pez dorado, tienes que adentrarte en aguas más profundas.»

David Lynch, «Atrapa el pez dorado»
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Fotografìa: Sol Kutner
http://www.solkutner.com
fb.com/solkutnerph

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Por Alejandro Guerrero (@guerrerodelpo)

En junio y julio de 1975, hace cuarenta años, no solo se produjo la primera huelga general contra un gobierno peronista; fue, además, la huelga política de masas más importante de la historia argentina.

«En el país hay soviets», decía Álvaro Alsogaray al referirse a las coordinadoras interfabriles que recorrían el Gran Buenos Aires. No los había, aunque aquellos organismos tenían la posibilidad de desarrollarse en esa dirección. El capitán ingeniero, y con él toda la burguesía, exageraba cuando el miedo le comprimía los intestinos.

El 2 de junio de 1975, Celestino Rodrigo había relevado a Alfredo Gómez Morales en el Ministerio de Economía. Viajó en el subte A desde su departamento en Rivadavia y Acoyte hasta el Palacio de Hacienda y así llegó a la ceremonia de su asunción. Miembro del círculo más íntimo de José López Rega, desde tiempo atrás Rodrigo preparaba aceleradamente un plan económico con su principal asesor, Marcelo Ricardo Zinn, a quien designaría secretario de Coordinación y Programación Económica. Solo estuvieron en ese ministerio 55 días con sus noches, pero hicieron historia.

Ingeniero industrial, Rodrigo era un porteño nacido el 19 de mayo de 1915. Había colaborado con el general Manuel Savio, impulsor de la siderurgia (y golpista en 1930, al igual que Perón). Durante el segundo gobierno peronista fue funcionario del Banco Nacional de Desarrollo hasta el golpe de 1955. Casado con Susana Mayorga, tenía tres hijos. Al asumir tomó licencia en la Universidad de Buenos Aires, donde había ganado cargos docentes por concurso. Además, era desde hacía mucho tiempo miembro de los directorios de un puñado de empresas industriales y mineras. Había estado al frente de la delegación argentina que anudó varios acuerdos petroleros con Libia y fue director de una de las principales asociaciones ilícitas de Isabel Perón: la Cruzada de Solidaridad. También tenía trato personal y directo con el embajador norteamericano, Robert Hill.

La simple exposición de esos datos destruye la falacia de que Rodrigo era un ignorante ignoto, un improvisado que ocupó el lugar que ocupó solamente porque compartía ritos esotéricos con López Rega. Nada de eso: Rodrigo tenía una trayectoria extensa y probada, y su plan pudo aplicarse porque tuvo el visto bueno de una parte sustancial del establishment argentino y de la embajada norteamericana, lo cual equivale a decir que ese era el hombre y ese era el plan de las franjas más concentradas del capital financiero y del imperialismo en ese momento particular del desenvolvimiento económico y político del país.

Cuando Rodrigo asumió, la brecha cambiaria entre el dólar oficial y el paralelo tocaba el 210 por ciento. Esto es: el sistema monetario argentino se había astillado al punto que la moneda nacional amenazaba con saltar en pedazos, por lo cual el dólar se transformaba en refugio natural, en la referencia dineraria obligatoria. Pero el dólar es una mercancía peculiar: no hay para todos. Por tanto, la inflación galopante prometía degenerar en hiperinflación; es decir, en la lisa y llana desaparición de la moneda.

El miércoles 4 de junio, Rodrigo decidió por decreto una devaluación que llevó el precio del dólar comercial de 10 a 26 pesos. En la calle, la moneda norteamericana costaba 45 pesos. Las naftas aumentaron en promedio un 172 por ciento, y un 60 por ciento las tarifas del gas y de la electricidad. Al mismo tiempo, se incrementaron los precios sostén para el agro, en procura de detener la abrupta reducción del área sembrada. También se anuló cualquier restricción a las inversiones extranjeras, antigua exigencia de la embajada norteamericana y de la Trilateral Commision.

Ese era el plan que encontraría su límite político en un acontecimiento imponente: la huelga general.

El 2 de junio, apenas asumido Rodrigo, se produjeron las primeras acciones obreras de protesta, inicialmente contra los aumentos de tarifas anunciados con anterioridad y en demanda de aumentos salariales. Días antes, el 31 de mayo, había vencido el plazo de dos años para reunir las comisiones paritarias y renovar los convenios colectivos de trabajo [1], congelados por el Pacto Social que la CGT había firmado en 1973 con el Ministerio de Economía conducido entonces por José Ber Gelbard, afiliado secreto del Partido Comunista [2]. Las negociaciones debían comenzar a principios de 1975, pero solo el 5 de febrero el gobierno promulgó el decreto de convocatoria a los sindicatos y a las cámaras empresariales para empezar las discusiones el 1º de marzo, con un plazo de dos meses para firmar los nuevos convenios que entrarían en vigencia el 1º de junio [3].

El 2 de junio, la primera en parar fue IKA-Renault, en Santa Isabel, Córdoba, con una novedad que se observaría en todo el desarrollo de aquellas jornadas: la huelga fue decidida en asamblea y conducida por el cuerpo de delegados y la comisión interna, opuestos a la intervención que el jefe nacional del Smata, José Rodríguez, había enviado a la seccional provincial. Es más: el Smata-Córdoba no solo se negó a respaldar la huelga, además la rechazó explícitamente [4].

El 5 de junio el conflicto desembarcó en el Gran Buenos Aires. Todos sabían que el cordón industrial del conurbano decidiría finalmente el curso de las cosas. Si la burocracia sindical lograba sostenerse allí, podría soportar casi todo lo demás. Pero ese día una asamblea masiva de los trabajadores de Ford, en General Pacheco, decidió ir al paro. A partir de entonces, el problema adquirió otra proyección.

La comisión interna y el cuerpo de delegados de Ford estaban desde 1973 en manos de activistas de izquierda y de la JTP, opositores cerriles a la conducción de Rodríguez. Trabajaban allí 7.500 obreros y la fábrica ocupaba un lugar central en la Coordinadora Interfabril de Zona Norte del Gran Buenos Aires.

Mientras en todas las automotrices de Córdoba había asambleas, huelgas y trabajo a reglamento [5], circulaba con insistencia la versión de que el gobierno les pondría a las paritarias un tope de aumento salarial del 38 por ciento, por encima del cual no se podría pactar. Esa posibilidad fue rechazada de plano por la UOM, el Smata y otros sindicatos grandes. Las jerarquías gremiales ya no podían aceptar ese tope sin verse desbordadas, y José Rodríguez lo había advertido una semana antes: «Vamos a conseguir lo máximo porque, para nosotros, el incremento es un hecho estratégico y no táctico. Si es necesario pedir el 100 por ciento de aumento, no vacilaremos».

Desde el 12 de junio, mientras más gremios se incorporaban a la huelga, se introducían dos novedades de importancia: la aparición de piquetes para sostener los paros y las asambleas y acciones conjuntas de obreros de diferentes gremios, con lo cual la división del trabajo impuesta por la producción burguesa empezaba a superarse políticamente por la unidad de la clase obrera.

Un caso peculiar fue el de los trabajadores del transporte, incorporados masivamente a la huelga a partir del 13 de junio. En ese sector se había constituido una organización sindical autónoma de las direcciones burocráticas: la Asociación de Obreros de la Industria del Transporte Automotor (Aoita), conducida casi enteramente por activistas de la JTP y de la izquierda peronista en general. La Aoita nunca tuvo reconocimiento oficial pero sí amplísima representación de sus bases, al punto que, cuando ese 13 de junio convocó a la huelga por tiempo indeterminado para exigir el cumplimiento de un laudo firmado por las empresas, el acatamiento hizo impacto en la mayoría de los micros de corta, media y larga distancia. Solo trabajaron un puñado de empresas que seguían bajo control de la burocracia: ABLO, General Urquiza, Chevalier, El Rápido y El Serrano. En todas las demás, el paro fue total.

En ese caso se observaban una ruptura y una crisis. Por un lado la ruptura abierta, llevada al plano institucional, entre los trabajadores y la burocracia; por otro, la crisis de la JTP con la dirección montonera, que había ordenado pasar a la clandestinidad en septiembre de 1974, con el consiguiente abandono de los frentes de masas. La JTP, contra esa orden, cumplió un papel de primera línea durante todo el conflicto, y sus cuadros obreros estuvieron entre los organizadores de la huelga. Para que eso fuera posible, como queda dicho, se habían visto obligados a desobedecer a la conducción nacional, que había dispuesto la militarización general de sus agrupaciones de masas.

Entretanto, la fuerza de las coordinadoras crecía geométricamente. El 26 de junio se extendieron los paros en el transporte en la Capital Federal y en Rosario. La Comisión Interlíneas 5 de Abril, donde también se había hecho fuerte la JTP, convocó a la huelga en los subterráneos de Buenos Aires, por supuesto en contra de la UTA. No solo no funcionó un solo subte; además se plegaron los choferes de colectivos de la Capital y del Gran Buenos Aires, disconformes con los resultados de las paritarias. La medida recibió el respaldo activo de las coordinadoras de Capital Federal, zona norte, zona sur, oeste, Agrupación de Larga Distancia y la Mesa de Trabajo Zona Sur.

En la tarde de ese 26, miles de choferes se concentraron frente al edificio de la UTA para rechazar el convenio que acababa de firmarse. El consejo directivo del sindicato desautorizó en un comunicado «todo paro o concentración, programados por supuestas coordinadoras o agrupaciones zonales», mientras la empresa estatal Subterráneos de Buenos Aires amenazaba con «sanciones legales» a los trabajadores que no retomaran inmediatamente sus tareas [6].

A todo esto, adquiría mayor fuerza con el transcurso de las horas una versión inquietante: el gobierno no homologaría los convenios colectivos, lo cual dejaría a la CGT literalmente a la intemperie.

Así, en riesgo de verse desbordada por sus bases, la conducción cegetista echó mano a un recurso riesgoso: la convocatoria a un paro con movilización entre las 10 y las 14 horas del 27 de junio.

La peor de las posibilidades se produjo ese día para la CGT: los trabajadores tomaron la convocatoria y la transformaron, la volvieron contra el gobierno y contra la propia burocracia, aunque también se verían los límites que esa tendencia, en pleno desarrollo, encontraba por el momento.

En principio, el paro en las fábricas empezó a las 7 de la mañana, no a las 10, y desde esa hora hubo asambleas en casi todas las plantas. A partir de las 9, columnas con decenas de miles de trabajadores marchaban desde el Gran Buenos Aires hacia la Capital Federal. La columna de la Ford, por ejemplo, tenía casi 7 mil obreros; es decir, la totalidad de la fábrica, y llegó a la Plaza de Mayo después de marchar por la Panamericana, avenida del Libertador y Leandro Alem.

A las 9.30 quedaron vacíos escuelas y colegios. A esa misma hora cesaron las emisiones radiales por el paro de técnicos, locutores y periodistas. El sonido de la Argentina se concentraba en la Plaza de Mayo.

Al mediodía la plaza estaba llena, atronada de consignas que ya no solo exigían la homologación de los convenios: ahora se pedía también, a gritos, las renuncias de López Rega y Celestino Rodrigo. La movilización general tomaba un carácter político definido.

Sin embargo, esa tarde ofreció un dato de importancia mayor. A las 16.20 la Secretaría de Prensa de la CGT invitó a desconcentrarse, y una hora más tarde solo quedaban en la plaza unos 20 mil trabajadores. El resto (más de 80 mil) simplemente se fue.

Al día siguiente, 28 de junio, el gobierno dio a conocer el decreto 1783/75 que declaraba nulas las paritarias. Lo firmaron todos los ministros salvo el de Trabajo, Ricardo Otero (hombre de Lorenzo Miguel), que de inmediato renunció.

Terminaba una fase y empezaba otra de una lucha de proporciones históricas.

Estalló, entonces, en los hechos, una huelga general organizada y convocada por los organismos de base del movimiento obrero (no una huelga «espontánea», como se dijo muchas veces). El cordón industrial del Gran Buenos Aires, La Plata y sus alrededores, Santa Fe, Rosario, Córdoba, Mendoza, estaban de paro y con los trabajadores movilizados, con las grandes fábricas a la cabeza. El 30 de junio los manifestantes rodearon el edificio de la CGT en la calle Azopardo, y la central obrera y las 62 organizaciones hicieron un llamado a «mantener la calma», a «no prestarse a maniobras confusionistas» y a «no perturbar las negociaciones». Nadie les hizo caso y la huelga prosiguió. Solo el 7 y 8 de julio la CGT convocó a una huelga general por 48 horas, la primera contra un gobierno peronista cuando la huelga era un hecho desde hacía por lo menos una semana. El 8 lograron que el gobierno homologara los convenios y la levantaron, cuando el conflicto había superado con largueza sus objetivos iniciales y proclamaba consignas abiertamente políticas. De todos modos, la situación de los ministros más derechistas se hizo insostenible y el 11 de julio renunciaron. Ese mismo día López Rega marchó al exilio.

Después de aquella huelga, sin embargo, la organización de las coordinadoras retrocedió. Esto es: las organizaciones obreras de base no lograron dar un salto político, consolidar organismos que estuvieran a la altura de la lucha que se había librado. La izquierda en general, la peronista y la que no lo era, descartó la posibilidad de un golpe militar luego del derrumbe de Rodrigo. Esa postura ignoraba que se había creado una enorme desorganización económica, y que el aparato militar se había reorganizado en la crisis. Política Obrera, antecesora del Partido Obrero, extrajo una conclusión ácida: dijo entonces que «solo un reformista consumado puede decir que estamos ante una victoria». A partir de ese momento, aquel partido comenzó una campaña contra el golpe militar, medio año antes del 24 de marzo de 1976, lamentablemente en soledad.

[1] La ley 14.250, de Convenios Colectivos de Trabajo, había sido promulgada en octubre de 1953 y reglamentada por el decreto 6592 de abril de 1954. Su propósito era dar al Estado atributos de regidor en el establecimiento de «convenciones colectivas de trabajo» entre las «asociaciones profesionales» de obreros y de patronos. Se trataba de una demanda histórica del movimiento sindical argentino, que desde siempre había exigido discutir salarios y condiciones laborales colectivamente y por rama, mientras las cámaras patronales propugnaban las discusiones por lugar de trabajo; esto es, la atomización de la clase. Un análisis detallado de la ley 14.250 puede verse en Prado, Pedro F.; «Manual práctico del despido y de las controversias laborales y gremiales», Abeledo-Perrot, Bs. As., 1964.

[2] Véase, entre otros: Gilbert, Isidoro; «El oro de Moscú», Sudamericana, Bs. As., 2007; o Seoane, María; «El burgués maldito», Planeta, Bs. As., 1998.

[3] Véase Torre, Juan Carlos; «Los sindicatos en el gobierno: 1973-1976», CEAL, Biblioteca Política Argentina, Nº 30, Bs. As., 1983.

[4] La seccional cordobesa del Smata había sido intervenida por el sindicato nacional de Rodríguez el 8 de agosto de 1974. Además, el Smata central había expulsado al secretario general de su filial Córdoba, Reneé Salamanca, militante del Partido Comunista Revolucionario, y al resto de los 22 miembros del ejecutivo provincial. En su resolución, Rodríguez y sus socios dijeron que Salamanca y sus compañeros estaban involucrados en una «conspiración de la izquierda cipaya». Por supuesto, expulsar a Salamanca y a toda la conducción cordobesa no era ni podía ser un trámite administrativo: constituía un acto de fuerza, imposible de resolver y aplicar sino mediante la violencia. El atropello de la burocracia nacional alcanzó para ocupar con la policía el edificio del sindicato cordobés, pero jamás lograron hacer pie en las fábricas. Por eso se mantuvieron intactos los cuerpos de delegados y las comisiones internas; allí predominaban, en casi todos los casos, dirigentes y activistas vinculados con corrientes clasistas, con la Juventud Trabajadora Peronista (JTP-Montoneros) y con diversos partidos de izquierda. Para doblegar ese bastión, Rodríguez necesitaría del golpe. Entonces sí, en marzo de 1976 entró en las plantas con los militares, después del secuestro y asesinato de Salamanca y otros dirigentes de izquierda en la misma madrugada del golpe.

[5] Por los niveles de intensidad del trabajo impuestos en esa rama industrial, en algunas secciones el trabajo a reglamento —es decir, la reducción de esa intensidad a niveles normales— equivalía lisa y llanamente al paro.

[6] «La Opinión»; 27/jun/1975.